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Chulear a los clásicos

Los derechos de autor -el dinero que un autor recibe en concepto de ventas de sus libros- y su plazo de vigencia a efectos hereditarios son a menudo tema de discusión. Hace una o dos semanas ha vuelto a planear sobre ello la sombra recurrente de una especie de reino de Utopía en el cual se propone la abolición de la titularidad individual (a efectos de cobro, supongo) de estos derechos con el fin de revertir los ingresos que generan en favor de toda la comunidad de escritores y, de este modo, compensar a los escritores menos visitados por la esquiva -pero no tan arbitraria- fama y a sus familias.Además, como el lector debe saber, toda obra sobre la que transcurren equis años a partir de la muerte del autor, pasa a ser de dominio público, esto es: que cualquier editor puede editarla sin pagar derechos a nadie, lo que repercute muy favorablemente en los márgenes de beneficio del editor, pero también en la constante publicación de tales obras.

Quisiera llamar la atención sobre el hecho de que la propuesta incluye el establecimiento de un canon -a pagar por el editor- por la edición de clásicos de todos los tiempos. El plan suele ser que este dinero regrese redistribuido a los escritores vivos e incluso a los huérfanos y viudas. Así, el que no alcanza a vivir de su escritura, pero escribe con tanto denuedo como el que tiene la suerte de vivir de ella, podría dedicar su tiempo a trabajar más intensamente en su obra, en vez de andar haciendo trabajos ajenos o adyacentes para subsistir de día y de quitarse del sueño para escribir de noche.

Lo que pasa es que no sé si esta proposición pertenece al reino de la utopía o a la del funcionariado de la literatura. Esa idea de que el escritor, como es escritor, cobra todos los meses de la redistribución de derechos y se dedica a escribir me recuerda a la escena irresistiblemente cómica de la Casa de los Escritores que narra Bulgákov en El maestro y Margarita: toda la miseria y la mediocridad del escalafón, toda la picaresca del paniaguado en su máximo esplendor. Porque, para empezar: ¿a quién consideraríamos escritor con derecho a cobro? Ya sólo este problema es capaz de apagar con su inercia al espíritu generoso más decidido. Es también el cimiento sobre el que levantar la pirámide clásica en la que la fidelidad y la sumisión son los valores máximos. Toda revolución muere cuando los administradores toman el poder en sustitución de los combatientes.

Es más, no me extrañaría que numerosos ciudadanos o ciudadanas invirtiesen sus ahorros, la prestación de paro o tomaran créditos para editarse un libro, incluso dos, y así poder darse de alta como escritor con un sueldo para toda la vida. Porque, la verdad, ¿con qué criterio se decide quién es escritor y quién no? ¿La regularidad de publicación? ¿Un número equis de libros? ¿No se sabe qué inciertas calidades? ¿El que aporta un dinero regular por sus liquidaciones de autor? (esto ya sería la pescadilla que se muerde la cola).

Pero es que, suponiendo que esto se resolviera -que no hay cuidado, pues es imposible, salvo por la unción al yugo de la siniestra pirámide a la que antes me refería y en un régimen totalitario- queda otro asunto que atañe directamente a la dignidad del escritor; o, al menos, a la del escritor que, con independencia del reconocimiento que obtenga, ama y se ata a la literatura con el apasionamiento y la dedicación de una vocación. Me refiero a la vergonzosa e infamante situación de lo que en lenguaje llano se denomina "chulear a los clásicos" (que lo que nos han dado, la literatura, la tradición literaria, vale más que todo el oro del mundo para cualquier escritor).

Porque eso sería vivir del dinero que dan Homero, Cervantes y Balzac: chulear a los clásicos. Una vocación se saca adelante a la intemperie, en la indiferencia o el rechazo si hay que pasar por ello y contra la adversidad más extrema; así ha sido siempre y así es como se prueba un verdadero espíritu, en éste y en otros muchos órdenes de la vida.

Aunque la diferencia sea de una sola letra, está muy clara la diferencia entre calidad y caridad. No son los escritores o sus descendientes los únicos que pasan necesidad. Como tampoco las obras de los escritores que resisten al tiempo son patrimonio de un supuesto gremio de escritores, sino -y aquí es donde quería llegar- de todos los lectores, de toda la sociedad.

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