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Sobre el segundo "efecto Borrell" JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

Dice Josep Piqué, objeto de todas las comparaciones, que los socialistas no están "en condiciones de dar lecciones de rigor ético". Y lleva razón. Precisamente por esto, José Borrell ha hecho lo único que éticamente es relevante: tomar una decisión. Los sermones encubren, las decisiones clarifican. Precisamente porque Piqué tampoco está en condiciones de dar lecciones de rigor ético, también él será juzgado por lo que haga y no por lo que diga. Y en este punto estamos: Borrell se ha ido y Piqué sigue. El fantasma de la dimisión de Borrell perseguirá inevitablemente a Piqué. Muchos exorcismos tendrá que practicar para ahuyentarlo. Todo hace pensar que la terquedad va a deparar tiempos difíciles al ministro. La filosofía espontánea de los políticos tiene algo de ridículamente varonil. La política, dicen, sólo es para gente curtida, capaz de aguantar lo que le echen. Como si fuera cuestión de machos desafiándose en una taberna del Far West. Los dos reproches principales que se le han hecho a Borrell, incluso desde sus propias filas, son de esta penosa cultura de gallitos de pelea: el político debe demostrar fortaleza para soportar cualquier trance y es inaceptable dar muestras de debilidad frente al adversario. Precisamente por esto, la decisión de Borrell incomoda a muchos, y si sus consecuencias no serán mayores es por la crisis de confianza que hay en la sociedad respecto de los políticos. Me contaba un dirigente socialista que, a medida que sus compañeros de dirección se iban enterando de la dimisión de Borrell, todos hacían la misma pregunta: "¿Hay algo más?". Después de ver caer todo lo que ha caído, nadie se atreve a poner la mano en el fuego por alguien. Si hasta los compañeros de Borrell dudan, cómo no va a dudar la ciudadanía. Se han dado tantos motivos para la desconfianza que la presunción de inocencia se ha convertido en un imposible. Se reconoce la dignidad del gesto de Borrell, pero se hacen muchas restricciones a la hora de expresarlo por miedo a que dentro de unos días resulte que más que una noble renuncia era una huida. La presunción de inocencia es una institución fundamental en la democracia porque afecta al respeto debido entre unos y otros. Hay un uso perverso de la presunción de inocencia que no ayuda a su prestigio: no entenderla como un derecho, sino como una argucia para eludir responsabilidades. Sin un mínimo de confianza, la presunción de inocencia no existe. Hoy en la sociedad española no hay la confianza suficiente con los gobernantes. Están bajo sospecha. El caso Borrell cae en este clima. Y por esta razón su principal consecuencia, elevar el listón de la exigencia democrática, corre el riesgo de perderse. Borrell lo ha dicho: en política, cumplir la ley no basta. El liderazgo democrático pide un plus de autoexigencia. Es hora de convertir en uso democrático la dimisión de los políticos que por acciones pasadas o presentes, aun sin incurrir en ilegalidad, quiebren el principio de confianza. Sin embargo, ha quedado patente el miedo a que el gesto de Borrell cuajara entre una ciudadanía, especialmente la de izquierdas, que se ha sentido completamente abusada por sus dirigentes políticos. Adversarios e incluso correligionarios de Borrell han corrido a minimizar los hechos. Cuando Almunia dice que Borrell ha hecho un gesto excesivo se equivoca. Sólo desde esta exigencia de hechos y no de palabras el PSOE puede recuperar la dignidad perdida. Cuando el PP pone todo el énfasis en los conflictos internos del partido socialista sólo pretende desvalorizar lo que pudiera convertirse en un patrón de medida por parte de la opinión pública. Y cuando Pujol carga contra la política basada en acusaciones, ¿qué ofrece como alternativa? ¿La doctrina como coartada para todas las corruptelas?, en nombre de la patria, por supuesto. Borrell se ha ido. Con el tiempo se disiparán las dudas que ahora planean sobre su decisión. En ningún caso la salida de Borrell debe ser motivo para que el caso Aguiar-Huguet pierda interés y transparencia. Es entre otras cosas una oportunidad excepcional para recordar con hechos, documentos y pruebas que no hay corruptos sin corruptores, y que cargar toda la atención sobre los políticos es convertirlos en chivo expiatorio de unos negocios en los que, a menudo, los principales beneficiarios salen de rositas. La política debe volver a los parlamentos. La democracia no puede vivir sólo del debate de la corrupción que todo lo desvaloriza y todo lo contamina. Pero esconder la corrupción bajo el manto de la ideología sólo sirve para que la metástasis se haga tan grande que el día que se levanta la primera alfombra cae un régimen entero. Recordemos Italia. La democracia sólo se enriquece si encuentra el punto de equilibrio que permite optimizar la relación entre política y transparencia. Esperemos que el segundo efecto Borrell sea más duradero que el primero.

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