Vértigo demográfico
SEGUNDO BRU En un viejo relato corto de Huxley, creo recordar que llamado algo así como Eupompo prestó esplendor al arte con los números, utiliza la figura apócrifa de un filósofo griego con tal nombre para describir una curiosa manía, el "eupompismo", que provoca en quienes la padecen una irrefrenable compulsión hacia cifras, cuentas y algoritmos de todo tipo. Así se empeñan en llevar el cómputo de todos los cigarrillos que han fumado en su vida o, cuando nadan, en ir inventariando todas las diferentes piezas que componen el mosaico de la piscina o en contar minuciosamente los pasos que dan en un día desde que se levantan hasta que se acuestan y, por supuesto, conocen exactamente la distancia desde sus casas hasta los lugares de trabajo, compras o diversión y cuantas baldosas, alcorques e imbornales hay en las aceras por las que transitan para ir hacia ellos. Sin ser proclive a tales excesos, que conducen indefectiblemente a la más absoluta insania, sí tengo cierta tendencia hacia las informaciones de carácter cuantitativo y me inclino a dar un vistazo a cuantas estadísticas descriptivas caen en mis manos, o mejor dicho en mi pantalla, sobre todo cuando ofrecen información comparada sobre aspectos de la vida humana en lugares diferentes. Y así, curioseando en las páginas que el parisino Museo del Hombre ofrece en la red sobre su exposición Seis mil millones de personas, me encuentro con una serie de datos -mayormente de dudosa utilidad, lo que los hace aún más atractivos- acerca de la evolución demográfica de nuestra especie. El vértigo comienza al constatar que, si cada segundo hay cinco partos y dos defunciones, crecemos a un ritmo neto diario de más de un cuarto de millón, lo cual supone que, teniendo en cuenta los incrementos acumulativos por generaciones que llegan a la edad de reproducción, hacia el 2.100, en un solo siglo, habremos duplicado la actual población llegando a la casi inconcebible cifra de doce mil millones, que impresiona aún más si consideramos que tardamos varios millones de años en alcanzar el primer millardo allá por 1930. Y, aunque la población envejezca por la mayor vida media, no deja de resultar reconfortante, al tiempo que algo deprimente, que más de dos tercios de los europeos sean ya más jóvenes que quien suscribe que, total, sólo ha cumplido su primer medio siglo. En cualquier caso habrá que bendecir el hecho de que la jerarquía católica, comenzado por su cabeza visible, tenga escaso predicamento, y esperemos que cada vez menor en el futuro, por lo que se refiere a condicionar nuestros hábitos contraceptivos, porque si consideramos válida una estimación de doscientos millones de acoplamientos heterosexuales diarios, que suponen una emisión de 100.000 millones de traviesos espermatozoides a la busca de uno cualquiera de los cotidianos 50 millones de óvulos que se suman a los todavía vigentes, de los que pese a todos los impedimentos 800.000 son fecundados, asusta pensar lo que sería, demográficamente hablando, un mundo de parejas dedicadas a tener todos los hijos que Dios les enviara y a criarlos cristianamente. Así es que dediquemos un cariñoso recuerdo teórico a Malthus y a cuantos benefactores, comenzando por el doctor Comdom, han posibilitado que cada segundo más de 230.000 parejas se entreguen sin más consecuencias progenitoras que las deseadas al grato ejercicio del carnal ayuntamiento.
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