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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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Juan Cruz

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Miguel Delibes estaba esta semana abrumado de homenajes; no sólo le habían dado la medalla del Trabajo, sino que los lectores de España -explícitamente al menos los de la revista Qué Leer y los de las librerías Crisol- le habían elegido como el autor de la mejor novela de 1998. El maestro estaba silencioso y alejado en la Valladolid que no abandona ni para cazar palabras en la Academia, y asistía a tanto aspaviento honorífico con la vieja paciencia del hombre tranquilo. Escucharle, ahora que además apaga de vez en cuando la voz para escuchar mejor a los otros, es tener cerca una manera de entender la vida y la literatura, esa paciencia del que hizo la escritura desde la voluntad verdadera del anonimato. El agasajo múltiple que ahora recibe por El hereje, y por su obra completa, es también gratitud por manifestarse como la persona que es: ante el espectáculo inflado de la vida pública que de pronto toca la trompeta de las artes en España, su actitud civil es la de un terco tímido que además no interrumpe el silencio que buscó. ¿Cómo recibe los premios? Como si se lo dieran a otro, al hereje, por ejemplo, eso es lo que dice él, señalando al vacío en el que antes había infinitas volutas de humo.Mario Benedetti ha vuelto a España, cuando el calor disminuye en su tierra, Uruguay; pasa seis meses al año en cada orilla, y ese carácter simbólico de su residencia compartida le hacía ideal para que Lengua de Trapo, la editorial, le requiriera para alentar en Madrid a los nuevos narradores latinoamericanos que a lo largo de una semana han hecho en la Casa de América su propio manifiesto novelístico. Benedetti los instó a convertirse en un arma de futuro, y les escribió un mundo alrededor cuyos fantasmas de vanidad están ahí para engañar. Luego, urgidos por José Huerta, al que llama Pote, el editor, y Eduardo Becerra, el compilador de la antología Líneas aéreas, que dio cuerpo a este congreso, los nuevos narradores hablaron del compromiso, que a muchos parecía una adherencia del pasado, pero que para otros es la obligación civil del escritor, como de cualquiera, y también se refirieron, cómo no, a la muerte del padre; es decir, del viejo boom del que acaso se sienten nietos. Uno, Santiago Gamboa, de Colombia, dijo algo que anoté como una frase simbólica de la relación padres/ abuelos/ nietos de la que se habló alguna vez en una de las mesas redondas que se desarrollaron en la Casa de América y de las que este periódico informó con tanta puntualidad como rigor: "Hablando de compromiso", dijo Gamboa, "a mí me resulta más estimulante estar en desacuerdo con Mario Vargas Llosa que de acuerdo con muchos otros". Escuché que a algunos les molestó que un diario los llamara representantes del babyboom, y los vimos agitados e incómodos como escritores grandes. Lo más estimulante, además de lo que escriben, ha sido verlos juntos, demostrando que esta lengua tiene una fuerza juvenil que no es precisamente una lengua de trapo, sino un arma, como decía Benedetti, repleta de futuro. El editor Pote y la Casa de América han contribuido a dejar escrito un manifiesto en el aire.

Víctor García de la Concha, que es hombre que sabe de medios y de fines, debe estar feliz con la repercusión que tienen las distintas iniciativas de la institución que dirige, la Real Academia Española. Hasta la ortografía, que antes era la orografía de la gramática, crea polémica cuando esa institución la produce o la avala, y la repercusión que tiene todo lo que hace la ha convertido en un acontecimiento reiterado en la vida cultural española. La siembra de Laín y Lázaro, sus más recientes directores, ha dado el fruto que ahora se ve; antes se sabía de la Academia por los percheros; ahora, la gente discute sobre lo que dice o sobre lo que hace, y de pronto la ortografía es materia de pensamiento y de columna en este país tan dado a guerras con falta de ortografía.

Carlos Fuentes Lemos, fotógrafo, cineasta. Le vimos en Buenos Aires, hace un año, presentando con su padre el libro de fotografía Retratos en el tiempo. Era una pasión por la mirada: la cinematográfica, que reproduce la vida en movimiento, y la del retrato, que es el tiempo detenido al que llamamos eternidad. Aquellos retratos suyos eran la expresión de su propia mirada de adolescente que quería apresar la vida sin que se derramara ni una de las imágenes que le urgía retener. Ha muerto, a los 26 años, en medio del proyecto truncado del cine al que se iba a dedicar de lleno. Con su padre, el novelista Carlos Fuentes, y su madre, la periodista Silvia Lemos, hablaba de cine como si lo tuviera en una memoria que hubiera nacido antes que él; Carmen Balcells nos habló una vez de sus ojos; recordándole ahora, lo veo viendo, viendo siempre, como si mirara antes del tiempo.

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