¿Es justo dar premios al totalitarismo?
IGNACIO AYESTARÁN URIZEl autor repasa algunas de las opiniones de Álvaro d"Ors, a quien el Gobierno navarro acaba de conceder su principal premio cultural.
Es doloroso descubrir un día que nuestros mayores se han conducido en el pasado como monstruos. Pero más doloroso sería olvidar a las víctimas de esas monstruosidades. Para ello tenemos la memoria histórica, único elemento de discernimiento en las responsabilidades del pasado. Cuando se olvidan las atrocidades pasadas, los verdugos se convierten en autoridades morales e incluso, lo que es peor para el común de los mortales, en ciudadanos normales y respetados. Entonces, como acertadamente expresara Hannah Arendt en su diatriba contra el nazismo de Eichmann, el mal se banaliza. En ese momento, la responsabilidad de los actos atroces se difumina y desaparece en la anomia de la ignorancia más supina. No es fácil que quienes han colaborado con regímenes dictatoriales y totalitarios asuman su responsabilidad en el pasado. Aun los grandes pensadores que han participado de movimientos políticos totalitarios han sido parcos al reconocer su responsabilidad. Así, pongamos por caso, Ernst Jünger hizo su propia autocrítica parcial en los escritos posteriores a su polémica obra totalitaria, El trabajador, pero esa autocrítica le llevó a un anarquismo de anacoreta retirado del mundo y de la civilización, a fin de salvaguardar su dignidad intelectual. El caso del orgulloso Heidegger parece menos claro, aunque sus tardías críticas a la técnica y a la filosofía de Nietzsche bien pudieran servir de reconocimiento de sus errores pasados en sus alabanzas al Führer. Y así se podría seguir con muchos otros pensadores. En cualquier caso, de una u otra forma, los intelectuales han tenido que justificar públicamente sus silencios pasados, o sufrir por su negativa a asumir responsabilidades. Con el franquismo, sin embargo, no se ha producido todavía ese respeto por la memoria de las víctimas. Sin incurrir en cazas de brujas ni en sañudas persecuciones, queda por hacer la historia de esos intelectuales que apoyaron la causa nacionalcatólica. Si bien la desmemoria ha posibilitado la convivencia política, en ocasiones ha servido como justificación intelectual de los errores pasados. Así, bien puede ocurrir que un teórico del totalitarismo reciba un premio público con el consentimiento de los medios de comunicación y la opinión pública. Éste es el caso del reciente premio Príncipe de Viana de la Cultura, concedido a un catedrático de Derecho Romano, Álvaro d"Ors. La justificación de la concesión del premio ha sido el reconocimiento a su carrera y a su labor en el Derecho y en la cultura, llegando a considerarlo un "maestro". Sin embargo, la lectura de las publicaciones de este autor difícilmente hacen asumible la concesión de este galardón. Por ejemplo, en 1996 Alvaro d"Ors publicó un artículo, titulado El "Glosarium" de Carl Schmitt, dentro de un libro colectivo dedicado a la figura de Carl Schmitt, el gran jurista del nazismo. Ahí reconoce el catedrático galardonado que Donoso Cortés le parece superior a Tocqueville, pues aunque ambos fueron románticos liberales, "Tocqueville no superó la seducción de la democracia, en tanto sólo Donoso vio la inexorable necesidad de la Dictadura". "La razón de la superioridad de Donoso sobre Tocqueville está en que éste pensaba como sociólogo y aquél, como teólogo y precisamente por eso llega a distinguir legalidad y legitimidad para fundamentar su idea de dictadura. Una dictadura que sigue siendo inexorable, en la coyuntura política moderna, a pesar de las apariencias democráticas" (pp. 25-26). Por eso, deduce este catedrático, en España no debe haber Estado, sino Corona, en contra del "intento estatalizador de la dinastía borbónica" que ha acabado por superar a la "reacción tradicionalista del Carlismo" (p. 27). Este catedrático lo justifica así: "La razón es ésta: España, una vez superada la guerra medieval contra el Islam, no recibió la Reforma protestante ni tuvo guerras de religión hasta la de 1936-1939, que lo fue de religión más que "civil" propiamente dicha, pero contra el ateísmo marxista. En consecuencia, España no tuvo necesidad de Estado. La esencial relación de gobierno-obediencia se hallaba constituida como vínculo personal del pueblo con los reyes. Los Austrias no fueron nunca "jefes de Estado", sino "señores" a los que se servía; de ahí que, hasta hace poco, del servicio militar obligatorio se dijera, en el lenguaje popular, "servir al Rey" (p. 28). Estas ideas sobre el concepto de dictadura y su relación con la Corona española no son extrañas si se observa el resto de su producción jurídica, en especial si nos acercamos a su libro clave, La violencia y el orden (Ediciones Dyrsa, 1987). Allí podemos comprobar sus temas preferidos, a saber: 1.- Franco es el modelo de España. En ese libro no deja de ensalzar la figura política del dictador Franco. A juicio de este autor, "Francisco Franco es y será, indiscutiblemente, el personaje más importante de la Historia de España del siglo XX" (p. 28). Su admiración le lleva a comentar: "He de reconocer que mi aprecio de Franco ha ido aumentando con el transcurso de los años" (p. 29). Si preguntamos de dónde provenía esta admiración, la respuesta es clara: "Toda la personalidad de Franco dependía de que fue un jefe militar en un grado sobresaliente, un hombre que durante toda su vida, desde su juventud, no hizo más que "mandar hombres". Este oficio le dio "una capacidad extraordinaria para conocer a los hombres y dominarlos con gran prudencia, sirviéndose siempre de ellos, y, eventualmente, prescindiendo de ellos, pero siempre sin malediciencia ni agravio; un hombre consciente de su superioridad en el oficio" (p. 30). 2.- La violencia como fundamento del orden social. Su admiración por Franco procede de la asunción jurídico-política de que todo orden social presupone una violencia (no sólo una fuerza) que lo sustenta. Así el derecho no es la "voluntad constante y permanente de dar a cada uno lo suyo", sino que "es un producto de la autoridad" que otorga la potestad de la violencia. Ello le lleva a ensalzar la violencia del más fuerte como fundamento social: "El que todo orden requiera la violencia para existir conlleva algo mucho más grave, y es que quien impone ese orden debe ser más fuerte que el que intenta incumplirlo o subvertirlo. En otras palabras: que es natural que tenga la potestad el más fuerte, de modo que el más débil deba obedecer y no mandar. Parece algo brutal, pero es real" (p. 75). Si la violencia es el fundamento social último, la potestad no reside en la Constitución del pueblo, sino en las armas del Ejército (sin el consentimiento del orden legal constituido por el Pueblo): "La función propia del Ejército es la de defender la integridad constitucional de esa comunidad: el Ejército es el defensor de la Constitución del Pueblo. Sólo él puede serlo. Pero hay que tener en cuenta que esa Constitución que el Ejército debe defender no es la accidental ley constitucional, sino la Constitución auténtica de un Pueblo, aquella que, en cierto modo, se integra, como algo inconmovible, en el derecho natural de ese pueblo. De ahí que los criterios de pura legalidad no sirvan para determinar el concepto de Constitución que el Ejército debe defender. Así, es el propio Ejército quien, en último término, puede hacer tal determinación" (p. 79). 3.- Pena de muerte y rechazo de la democracia. Entre las consecuencias de estas ideas están el rechazo de la legitimidad de las elecciones democráticas como sustento de la política de España. Veámoslo en una extensa cita: "La victoria española del 39, en la que se fundaba la legitimidad de Franco, ha sido suplantada, con treinta años de retraso, por la victoria exterior, el año 45, de sus enemigos, decididos desde entonces a eliminar la continuidad de aquella otra legitimidad nacional. Así, los vencedores del 39 hemos venido a ser, sin una nueva contienda bélica nacional, los vencidos de hoy. Esta inversión "pacífica" ha sido celebrada mundialmente como algo ejemplar, pero no puede ocultarse que si el cambio ha sido posible, se debe a otra victoria militar que ha tenido la pretensión de fundar un nuevo orden mundial, una guerra "civil" constituyente de dimensiones totales. Las apariencias electorales no tendrían un efecto constituyente de nueva legitimidad si no fuera por corroborar esa nueva victoria de rango mundial. Son, en realidad, una cobertura propagandística de un hecho consumado que es la transmutación de victorias bélicas legitimantes. Porque es evidente que los recursos técnicos de persuasión y de control electoral -mediante las incomprobables manipulaciones electrónicas, en su caso- pueden obtener, en todo momento y sin dificultad, el resultado electoral apetecido e incluso una cierta convicción de la opinión pública, pues al elector ordinario lo que más complace es haber acertado con la mayoría, algo parecido al que acierta en las apuestas" (p. 43). Pero no acaban aquí las consecuencias políticas de esta legitimación de la violencia militar y el desprecio por las formas democráticas. También aboga subrepticiamente por una recuperación de la pena de muerte, al menos en los delitos de terrorismo: "La guerra, como legítima defensa de los pueblos, debe considerarse en los términos de la Moral y del Derecho de Guerra. El Terrorismo debe ser combatido militarmente, como beligerancia, y no judicialmente, como criminalidad" (p. 121). Que a estas ideas vayan a concederles un premio es un motivo serio de reflexión. En otras palabras: no podemos olvidar el pasado, porque nosotros somos ese pasado hecho carne. Por eso, pueden premiar a los ideólogos del totalitarismo pasado. Pueden alabar su profesionalidad en la enseñanza universitaria y política. Pueden considerarlos "maestros". Pero entonces resonará con más fuerza el verso de Paul Celan: la muerte es un maestro de Alemania.
Ignacio Ayestarán Uriz es profesor de Filosofía en la UPV.
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