El montaje del Dos de Mayo
La corrida, llamémosla institucional, que organiza la Comunidad de Madrid con motivo del Dos de Mayo fue un montaje. Fue una suma de intenciones para tomarle al público el pelo. Fue un aburrimiento total. Fue, si bien se mira, un fraude. Fue una burla a la categoría del coso; una puñalada trapera a la naturaleza y a la historia de la fiesta.El cartel se conocía desde hace mucho tiempo; y, sin embargo, los organizadores -la Comunidad o el gestor a quien encargara la tarea- no pudieron o no quisieron encontrar una corrida completa. En su lugar anunciaron toros de dos ganaderías: mitad y mitad. Se sospechaba que vendrían a la medida. Y esa medida consistía -bien se vio- en el toro sin fundamento, manipulado, inválido e inútil.
Dos ganaderías / Espartaco, Caballero, Mora
Toros 1º, 3º (devuelto por inválido) y 5º, de Puerto de San Lorenzo; 2º, 4º y 6º (sospechoso de afeitado) de Los Bayones. Sobreros de Ana Isabel Vicente, primero, devuelto por inválido; segundo, igual de inválido. Con trapío, pero todos inválidos y borregos. Espartaco: media y rueda de peones (silencio); estocada baja (silencio); dos pinchazos, metisaca bajo, pinchazo bajo y dos descabellos (silencio). Manuel Caballero: estocada (silencio); estocada corta y rueda de peones (aplausos y salida al tercio). Eugenio de Mora: pinchazo y estocada saliendo volteado (palmas); intervenido en la enfermería de cornada menos grave.Un toro despuntado para rejoneo de Flores Tassara. El rejoneador Leonardo Hernández: pinchazo y rejón muy bajo (aplausos y salida al tercio). Los toreros y las asistencias salieron vestidos de goyescos. Se guardó un minuto de silencio por el ganadero Juan Luis Fraile, fallecido ayer. Plaza de Las Ventas, 2 de mayo. 4ª corrida de feria (fuera de abono) organizada por la Comunidad de Madrid. Lleno.
Toro que era la vergüenza de los verdaderos criadores de reses bravas; toro que nada tenía que ver con los de su raza. Toro que se caía de bruces, que se pegaba costaladas, que rodaba por la arena. Hubo toro que se desplomó como si lo hubiera fulminado un rayo. Hubo toro que deambulaba mortecino, acaso crepuscular, sin ganas ni fuerza para embestir, ni siquiera topar, desaparecida -quizá adormecida- la agresividad propia de los de su casta.
Toros sin fuelle, sin genio, sin intuición combativa de ningún tipo. Toros que tomaban los engaños a trancas y barrancas, y cuando echaban a andar tras las muletas daba la sensación de que pasaba por allí un pedazo de carne.
Uno de esos toros, el tercero, le pegó una cornada a Eugenio de Mora. No se trató de una cornada consecuencia de una embestida furibunda, sino el derrote seco que pegó al volcarse el torero en la estocada. Mora se incorporó y se retiró por su propio pie a la enfermería sin aspaviento alguno y sin que trascendiera, por tanto, la importancia de la herida.
Hubo un toro -sólo uno- al que se pudo hacer faena. No es que la tuviera sino que Manuel Caballero se empeñó en sacarle pases, agotar hasta la última posibilidad de torear; y cada vez que el toro, quinto de lidia ordinaria, daba un paso ya le estaba obligando a tomar el natural o el derechazo o el pase de pecho o la trinchera. Y así una y otra vez, en alternancia las tandas con ambas manos, empeñoso y valiente.
Lo mejor de la actuación de Manuel Caballero, no obstante, se produjo en la suerte suprema. De una estocada corta en su sitio liquidó al toro de la faena; de un estoconazo extraordinario, marcando los tiempos del volapié y cobrado por el hoyo de las agujas, a su anterior inválido.
Las otras faenas de Caballero, de Mora, de Espartaco, apenas tienen qué contar. Sin toro no hay faenas ni nada. Únicamente se lució el rejoneador, muy aplaudido al correr el toro llevándolo templado con el anca del caballo -y al hilo de las tablas, por cierto-, aún más en dos quiebros con el cite corto, el aguante intenso, reunidos al estribo y saliendo guapamente de la suerte. Luego, un rejonazo infamante desmereció las anteriores intervenciones.
Para entonces, principio de la corrida, aún existían esperanzas de ver cosa buena. Reaparecía Espartaco en Madrid y el público le recibió con una ovación a la que correspondió montera en mano.
Pero vino la cruda realidad. Espartaco se estrelló con la indecente condición de sus toros y también contra él mismo, su inseguridad y sus dudas. Se estrelló con el criterio de una afición que no admitía sus intentos de resolver las faenas mediante la técnica ventajista que ya estuvo imponiendo durante su época de mandón del toreo. Estuvo imponiendo ese toreo y ese toro impresentable, parte sustancial asimismo del montaje del Dos de Mayo; una corrida institucional convertida en manifestación de la incompetencia y no se sabe si también de la poca vergüenza.
El sexto toro, que de gorduras andaba sobrado mas de trapío escaso, cayó de hocico, metió la cabezada en la arena y, al levantarse, se descubrió el pastel: los pitones se abrieron igual que una flor; mejor sería decir que una coliflor. Y lidia adelante aún seguían abriéndose de manera que daba la sensación de que llevaba par de escobas. Se oyeron protestas, gritos de "¡afeitado!", invocaciones al presidente para que mandara a análisis aquellos muñones desbaratados. Espartaco quiso dar pases a semejante ruina, sacó algunos bastante malos, y desistió ante la indignada oposición del público.
Se llevaban para entonces casi tres horas de aburrimiento, de burla, de fraude... Son las cosas que pasan cuando entre las figuras y los políticos hay sintonía, y tratan al público como si fuera tonto de remate.
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