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Pasan en Cataluña JOSEP M. MUÑOZ

En un chiste que cuenta en una de sus películas, y que cito de memoria, Woody Allen explica que ha seguido un curso de lectura rápida y que ello le ha permitido leer Guerra y paz en un solo día. El resumen de tan voraz lectura es bien simple: "Pasa en Rusia". Bromas aparte, la conclusión de Allen pone de relieve que la novela tiene como una de sus características esenciales contar una historia que sucede a unos personajes determinados en un lugar concreto, aunque su grandeza sea hacer de esa historia local un asunto de interés universal. El poder de la novela no sólo para evocar un mundo, sino también para crear una determinada visión de él, le sitúa como un género mayor de la literatura, por mucho que siempre haya un cenizo dispuesto a anunciar su muerte más o menos inminente. En el caso de la literatura catalana -o, más específicamente, de la literatura en catalán-, la cuestión de la novela (o de su ausencia, o su insuficiencia) ha sido una preocupación central a lo largo de este siglo. La "normalización" noucentista de principios de la centuria fue, en buena manera, esterilizadora para la novela, hasta tal punto que la generación inmediatamente posterior alertó del peligro que suponía para el normal desarrollo de una cultura catalana moderna el excesivo número de poetas y la paralela escasez de narradores. El caso del renacimiento literario provenzal -un renacimiento que dio poetas de la talla de Mistral, pero ningún narrador equivalente- era puesto como un ejemplo que evitar por Carles Soldevila en un artículo publicado en 1924 en la Revista de Catalunya, y Riba teorizó sobre ello en su conocido artículo de 1925, Una generació sense novel·la. Los escritores postnoucentistes empezaron entonces a dar forma a una prometedora narrativa en catalán, con nombres como Espriu (que empezó, significativamente, como narrador), Pla, Rodoreda y De Sagarra (su Vida privada, de 1932, es una de las grandes novelas sobre Barcelona); pero, como tantas otras cosas, la derrota en la guerra civil frustró la consolidación de una novelística en catalán. Así, Joan Fuster, el más lúcido, combativo y añorado de los antinoucentistes, podía hacer en 1960 un análisis cuantitativo claramente provocador, pero no del todo inexacto, de la literatura en catalán producida en el último siglo: "Un cálculo estadístico, bastante perfecto, hecho sobre la masa total de la literatura catalana producida desde la Renaixença, me da como resultado que, en lo que concierne a la temática: a) el 60% es una glosa más o menos académica de aquellos versos de Verdaguer que dicen: "Tot sia ver vós/ Jesuset dolcíssim; /tot sia per vós,/ Jesús amorós"; b) un 30% trata del Ampurdán; y c) el 10% restante se ocupa de los temas habituales en cualquier literatura civilizada". Y la amarga broma de Fuster, que traduzco de sus Judicis finals, tomaba una importancia mayor si se tiene en cuenta la reflexión que la precedía inmediatamente: "La primera obligación de un escritor es hacerse leer". No cabe la menor duda de que desde 1960 hasta ahora el cambio en la literatura catalana ha sido sustancial, incluso radical, y que es ya, con todas sus deficiencias, una literatura que como reclamaba Fuster se dirige al lector y que se ocupa de los temas normales. Y sin embargo, hay una cuestión que aparece periódicamente a la hora de abordar la actualidad de la novela en catalán: su supuesta incapacidad para reflejar la realidad de una ciudad como Barcelona (o de las Barcelonas, como diría Vázquez Montalbán), un campo aparentemente reservado a la literatura en castellano. Hace un tiempo, algunos críticos pedían a gritos una La fosca història de la cosina Rat, al tiempo que proclamaban la incapacidad de los Monzó y compañía para escribirla, hasta el punto de que Sergi Pàmies se hartó de todo ello y parió un buen libro de relatos que tituló provocadoramente La gran novel·la de Barcelona. Esta acusación, por parcial o injusta que sea, afectaba sobre todo a la Barcelona fruto de la inmigración. Un mundo castellanohablante cuya inserción en una novelística sin una sólida tradición detrás se veía difícil. Y sin embargo, en un par de años han aparecido dos novelas que no deberían pasar inadvertidas, ni por sus méritos propios ni por lo que representan de acercamiento a ese mundo. Me refiero a la excelente L"àngel de la segona mort, de Julià de Jòdar, centrada en un oscura muerte ocurrida en el mundo suburbano de la larga posguerra, y a la reciente aparición de Carrer Bolívia, de Maria Barbal, quizás demasiado deudora de una voluntad de reconstrucción sociológica del fenómeno de la inmigración andaluza de los años sesenta y setenta, pero llena de una gran sensibilidad. No debe de ser ningún azar que tanto De Jòdar como Barbal hayan experimentado el fenómeno de la inmigración, más o menos lejana. Pero en todo caso, cada una a su manera, es innegable que su obra constituye un capítulo más de esa Gran novel·la de Barcelona que, con el permiso de Pàmies, está empezando a escribir la literatura en catalán.

Josep M. Muñoz es historiador.

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