La última cabalgata de Ken Salazar, el embajador del sombrero vaquero
La salida del diplomático marca el final de un ciclo en la relación entre México y Estados Unidos, y el inicio de una era de plena incertidumbre con la llegada de Donald Trump
Después de casi tres años en el cargo llegó el momento de emprender el viaje de regreso. Ken Salazar tiene previsto dar su última conferencia de prensa este lunes como representante de Estados Unidos en México, un colofón largamente anticipado tras el triunfo de Donald Trump en las elecciones de noviembre y un torrente de tensiones y turbulencias en los últimos meses entre ambos países. La despedida del embajador del sombrero vaquero marca el inicio de un nuevo ciclo político en la relación bilateral y anticipa un viraje drástico de la política de Washington hacia su vecino: de la tolerancia estratégica a las presiones permanentes; del discurso de la cooperación y las responsabilidades compartidas a las amenazas y los acuerdos transaccionales, de Salazar a Ronald Johnson, el nuevo soldado de Trump en suelo mexicano.
“Estamos listos para una nueva era en la relación bilateral”, dijo Salazar en su primer discurso como embajador, en septiembre de 2021. “Llego a México con el orgullo de mis raíces mexicanas y estadounidenses, de nuestra historia compartida y del futuro próspero que juntos habremos de construir”, agregó. Desde entonces se dejó ver con su famoso sombrero, un homenaje a sus raíces rancheras y una armadura infaltable en sus reuniones con gobernadores, empresarios y el entonces presidente Andrés Manuel López Obrador. Con su nombramiento, Joe Biden apostó por un perfil eminentemente político ―exsenador y ex secretario del Interior―, y por un aliado de su absoluta confianza para supervisar de primera mano la relación con el Ejecutivo mexicano.
Salazar comprendió de inmediato que el éxito de su misión pasaba por entenderse con López Obrador, apenas dos años mayor que él. Descifró que era un hombre de símbolos, de pasado humilde y un veterano de la política, como él. Identificó las necesidades y líneas rojas de su interlocutor, tras el legado traumático de la primera presidencia de Trump. Y entendió que podía manejarse en un margen de ambivalencias para ser la correa de transmisión entre ambos presidentes: representar los intereses de la Casa Blanca ―la encomienda principal de cualquier embajador― y, a la vez, ser la cara amable de la diplomacia estadounidense.
El embajador, siempre más político que diplomático, entraba y salía de Palacio Nacional. Valoraba a sus aliados mexicanos como iguales. Ofrecía construir puentes y no muros. No daba especial importancia a las críticas ni a las salidas de tono contra la DEA o el Departamento de Estado en Las Mañaneras. A cambio, el presidente mexicano le concedió el derecho de picaporte y le correspondió. “Es mi amigo y es un hombre bueno, sensato”, afirmó López Obrador en julio de 2022.
Durante el mandato de Salazar, México se convirtió en el principal socio comercial de Estados Unidos. Washington se mostró receptivo al reclamo mexicano para frenar el tráfico de armas. Se firmó el Acuerdo Bicentenario, un nuevo marco de cooperación en seguridad. Se restituyó el caudal de extradiciones que había caído a mínimos durante la presidencia de Enrique Peña Nieto. Y López Obrador mantuvo el dique para frenar los flujos de la crisis migratoria, el talón de Aquiles de la Administración de Biden. Ambos Gobiernos insistieron permanentemente en que la relación era “extraordinaria” y aseguraban que Norteamérica estaba lista para dar el paso como la principal potencia regional.
Al mismo tiempo y al margen de las grandilocuencias en los mensajes oficiales, un amplio sector de los analistas lamentaba la falta de ambición de ambos países para llevar la relación al siguiente nivel. Lejos quedó el anhelo de una reforma migratoria que beneficie a millones de mexicanos en Estados Unidos. Las divergencias en el combate al crimen organizado se hicieron patentes, al tono de “aquí no se produce fentanilo”. Millones de dólares en partidas para fortalecer la cooperación en Seguridad permanecieron detenidos. La intención de atender las causas sociales del fenómeno migratorio en Centroamérica quedó en eso. Salazar fue bastante público en sus dudas sobre la reforma energética, por citar un ejemplo, mientras las autoridades mexicanas veían con recelo cualquier atisbo de intervención o crítica en la política interna.
De puertas para afuera, el optimismo seguía presente, pero el desgaste también se hizo más evidente. Y después, se atravesó en el camino la polémica alrededor de la captura de Ismael El Mayo Zambada en Estados Unidos y la controvertida reforma judicial en el Congreso mexicano. Salazar expresó su incomodidad desde un inicio con el proyecto legislativo del presidente, primero de forma sutil y al final, sin ningún reparo. “La elección directa de jueces representa un riesgo para la democracia en México”, dijo en agosto.
López Obrador calificó de “prepotentes” e “injerencistas” las declaraciones y para septiembre impuso una confusa “pausa diplomática” a la legación estadounidense, una figura sin asidero en el Derecho Internacional, pero que dejó clara la ruptura con Salazar. Hacia el final del Gobierno de López Obrador, la relación con el embajador había quedado en punto muerto. A los ojos del oficialismo, Salazar pasó de socio a personaje incómodo, un papel en el que permaneció encasillado tras la llegada al poder de Claudia Sheinbaum en octubre.
Una semana después del triunfo de Trump, todo voló por los aires. “México no es seguro”, zanjó Salazar a mediados de noviembre. “La estrategia de ‘abrazos, no balazos’ no funciona”, agregó. Consciente de que el triunfo de los republicanos ponía fecha de caducidad a su paso por México, el embajador tundió la estrategia de las autoridades mexicanas y acusó a López Obrador de cortar los contactos con Washington. Dijo también que el estancamiento venía desde hacía más de un año y, aunque no se refirió a un detonante en específico, señaló que la caída del Mayo en julio y los reproches posteriores fueron determinantes. “Ahí se cerraron las puertas por parte del Gobierno de México, nunca por parte de Estados Unidos”, aseguró.
Pese a sus críticas a López Obrador y a las preguntas sin responder alrededor de la detención del Mayo, Salazar mantuvo el cortejo a Sheinbaum, con quien ya había tenido contacto como jefa de Gobierno. Pero la presidenta no vio la utilidad de recuperar la relación con el embajador saliente ni de mandar la señal de desmarcarse de su predecesor y mentor. Para el Gobierno mexicano, el regreso de Trump a la Casa Blanca se convirtió en la nueva prioridad.
A dos semanas de la toma de posesión del republicano, todos los circuitos críticos de la relación bilateral están comprometidos: la migración, el comercio y el combate al crimen organizado. Johnson, un ex boina verde con dos décadas de experiencia en la CIA, será el nuevo representante de Washington en México. Con un currículum completamente distinto al de Salazar, hay que remontarse más de 30 años para encontrar un perfil de características similares en la embajada estadounidense.
A mediados de diciembre, Salazar celebró su último gran evento público: la presentación de la nueva embajada estadounidense en Ciudad de México, aún en construcción. El diplomático quiso usar la sede como símbolo de que, a pesar de la incertidumbre por Trump, los lazos entre ambos países son permanentes y seguirán creciendo. Quiso también que la ceremonia fuera un testimonio de su legado, pese a los malentendidos y conflictos recientes. “Estamos más unidos que nunca”, afirmó con el sombrero puesto y tono nostálgico.
Su estancia fue un reflejo de la promesa de un futuro compartido, pero también de las suspicacias y las tensiones que siguen existiendo entre dos países condenados a entenderse. Es una promesa que en este momento político parece que quedará en segundo plano, al menos por los próximos cuatro años. El vaquero de 69 años anunció que tomará el camino de regreso a Colorado el 7 de enero, un día después de su último mensaje en México.
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