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Tribuna
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Nostalgia de la flor de azahar

Emilio Menéndez del Valle

Hace tres años, el colegio Dardadnia de Pristina, la capital de la provincia serbia de Kosovo, cuya población era mayoritariamente albanesa, constituía un hito. Se trataba de una institución peculiar de 3.000 alumnos, 80% albaneses, los demás serbios. El colegio Dardadnia era todo un símbolo de lo que se venía encima. Los alumnos serbios y albaneses entraban y salían por puertas distintas, no se encontraban ni se mezclaban jamás. En realidad, ni siquiera podían verse por los pasillos porque la dirección del centro, naturalmente serbia, había ordenado construir un muro entre unos y otros. Al estilo de la Suráfrica de recuerdo triste, sí, pero que conviene no olvidar, los serbios ocupaban la mayor parte del edificio, amplia y bien dotada, quedando para los albaneses el hacinamiento premonitorio de los campos de refugiados de hoy. Los serbios (¿la mayoría, la élite dominante?) se han comportado con los kosovares, con los bosnios y con otros pueblos de la ex Federación yugoslava como los ejércitos austro-húngaros y alemanes lo hicieron con ellos en la Primera Guerra Mundial. Hace unos días, una excelente crónica de La Vanguardia recordaba cómo en noviembre de 1915 su corresponsal de guerra, Agustí Calvet i Pasqual, narraba "el pavoroso éxodo de una multitud (serbia) barrida de su tierra como despojos de basura humana... carne torturada, almas enloquecidas". Exactamente igual que hoy, sólo que en carnes y almas albanesas.

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¿Acaso no aprendemos? ¿Cómo es posible que los judíos -que, a manos de los nazis, sufrieron en sus carnes y almas barbaridades superiores a las relatadas por Agustí Calvet- trasladaran la barbarie a almas y carnes palestinas, matando a miles y expulsando de su tierra a millones? Quienes, además de asesinar, expulsan y deportan masivamente a un pueblo, asumen un baldón que la memoria histórica de los excluidos y su literatura se encargarán de recordar hasta que no se ponga remedio a la injusticia. Así ha ocurrido con los refugiados palestinos, que en principio eran 750.000 y que hoy son casi cinco millones. La catástrofe humanitaria provocada por Milosevic y sus secuaces (¿cuántos son?) y la suerte de los centenares de miles de albanokosovares hasta ahora deportados tienen su reflejo en el caso palestino. La denominada comunidad internacional debe impedir que, como en aquél, el desamparo se eternice y la exclusión se convierta en definitiva.

Lo que podríamos llamar nostalgia de la flor de azahar está presente en los últimos cincuenta años en la literatura y en la expresión pública palestinas. Ya en 1949, un grupo de notables, expulsados de Jaffa y refugiados en Líbano, envió un elaborado documento a Washington. Cándidamente escribían: "Dado que las Naciones Unidas han demostrado hasta ahora ser tan débiles como para no poder forzar a los judíos a comportarse de acuerdo con el derecho internacional, nos dirigimos en demanda de ayuda al Gobierno de los Estados Unidos, poderosa y generosa nación, dispuesta a defender los derechos del hombre y la libertad de los pueblos...". El manifiesto contenía una significativa alusión a la industria cítrica, que representaba la mayor riqueza de Jaffa y de Palestina: "Ha pasado ya un año desde que la gente abandonó sus huertas. En todo ese tiempo no han sido regadas ni cuidadas. Si no se presta atención inmediata a los naranjos, la mayoría tendrán que ser sustituidos y los nuevos no darán fruto antes de seis años". Medio siglo después, el profesor Hisham Sharabi, escribe: "En Jaffa, el otoño es la estación predilecta, cuando el perfume de la flor de azahar inunda el aire y el mar azul plata está calmo, y sopla, acariciadora, la brisa de poniente". El documento palestino de 1949 concluía así: "A menos que los refugiados sean reasentados en los lugares y tierras que les pertenecen, la paz que se busca para esta parte del mundo nunca reinará, aun cuando superficialmente pueda parecer que el problema se ha solucionado". Con seguridad, los albanokosovares tienen también su flor de azahar.

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