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Arqueólogos

JOSÉ RAMÓN GINER Uno de los mayores peligros que amenazan a nuestras ciudades no proviene de la avidez de los constructores, ni del mal gusto de algunos arquitectos, ni siquiera de la lenidad de nuestros gobernantes, tan complacientes con el poder económico a la hora de componer ese puzzle sutil que son los planes de urbanismo. Uno de los peligros más graves para nuestras ciudades nace del poder ejercido por unos discretos funcionarios, con fama de hombres sabios y algo desentidos, que cruzan la vida volcados en el estudio de las piedras antiguas: los arqueólogos. Concretamente, los arqueólogos municipales. La capacidad de destrucción de estas personas ha llegado a ser tan enorme que, de no ponerse freno a su osadía, pueden convertir cualquier ciudad en un paisaje de solares, obras paralizadas y restos a medio desterrar que le pone a uno la piel de gallina. Como somos un país extremado, pendular, hemos pasado, en muy pocos años, de un desinterés total y absoluto por nuestro patrimonio arqueológico a conservar cualquier piedra con unos lustros de antigüedad. En un momento de flaqueza y pensando en poner remedio a errores pasados, creamos la figura del arqueólogo municipal. Desde ese instante, cualquier zanja que se abre, cualquier cimentación que se inicia es una aventura de la que jamás se sabe cómo concluirá. El hallazgo de unos sillares, de un resto de columna, de unos fragmentos de vasija, es un suceso que, bien cernido por el tamiz de la arqueología, puede convertirse en un asunto de primera magnitud. En una ciudad como Alicante, sin un pasado monumental especialmente relevante, los destrozos originados por estos hombres han sido respetables. Conozco algún solar en el que no puede edificarse desde hace más de una decena de años, porque allí asoman los restos de unas cimentaciones a las que nadie, salvo personas muy especializadas, atribuiría ningún valor admirable. Sin embargo, nada ha podido hacerse ante esta situación y los alicantinos estamos obligados a contemplar diariamente aquellas piedras que han adquirido la consideración de monumento. Quizá haya sido en el paseo de Ramiro donde la tentación de los arqueólogos ha rebasado cualquier medida. Aquí, se ha destrozado un parque y se han talado sus árboles para poner al descubierto un pequeño trozo de la muralla de la ciudad. Un resto, desde luego, sin otro valor estético o simbólico que el que exageradamente le han atribuido los propios arqueólogos. No negaré que el hallazgo de la muralla tenga algún valor. Pero, sin duda, hubiera bastando con levantar los planos pertinentes, tomar las muestras necesarias y hacer las fotografías precisas, para, una vez bien protegidos, cubrir aquellos metros de piedra y argamasa, sin despreciar la voluntad de los ciudadanos. Que estos excesos y esta falta de sentido común sean tolerados por las autoridades, nos da una idea del poder, del inmenso poder alcanzado por los arqueólogos. Nadie afirmará que no deba defenderse el patrimonio histórico de nuestras ciudades, protegerlo de la codicia de los constructores. Pero, alguna medida debería arbitrarse para poner orden en estos hallazgos. Otorgar, como se viene haciendo hasta ahora, valor a cualquier piedra con la que tropecemos, sólo puede hacer que las cosas caminen en dirección contraria a la que se pretende. De este modo entre la desmesura de unos y la voracidad de otros, sí es posible que acabemos con nuestro patrimonio.

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