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Los que van a Madrid a trabajar ORIOL BOHIGAS

El pobre ciudadano que se interesa por el progreso de Cataluña y tiene que confiar en las estadísticas y en los discursos políticos titulados con escueta grandilocuencia por los medios de comunicación, se encuentra hoy sumido en la perplejidad de las contradicciones y, por lo tanto, en el convencimiento de que todo lo que nos explican los políticos son mentiras malintencionadas. Se nos martillea para convencernos de que estamos en una evidente curva creciente, que nuestros coeficientes económicos superarán la media europea, que las exportaciones van aumentando, que las oportunidades de trabajo tienen un futuro más sólido que en el resto de España, que la cultura empieza a situarse a unos niveles aceptables, que las infraestructuras alcanzan densidades esplendorosas. Pero, por otro lado, nos enteramos de que la mayor parte de las grandes empresas se han trasladado a otras capitales españolas, que la pobreza radical va aumentando, que el proyecto de las grandes infraestructuras -como el aeropuerto y el tren de alta velocidad- se está tambaleando, que la enseñanza pública cubre sólo el 60%, que el MNAC sigue sin presupuesto mientras que en Madrid cada año anuncian el proyecto de un nuevo museo. Y todo el mundo coincide en afirmar que con el actual sistema de financiación y con los elevados déficit del balance fiscal, Cataluña se está desangrando. Maragall ha hecho una afirmación terrible: hace tiempo que nuestros hijos se están marchando a Madrid a trabajar. Este tipo de informaciones contradictorias -escogidas al azar y con un poco de exageración demagógica que el lector me sabrá perdonar- nos bombardean diariamente. Y a menudo se acompañan con comentarios entusiastas o catastrofistas en los que se adivina el partido político que los ha gestado. Lo cual acaba de confundir y desmoralizar al pobre ciudadano porque casi nunca esos comentarios incluyen programas de solución y se limitan a programas electoralistas de ataque indiscriminado. Esta situación da pábulo a la natural pero catastrófica tendencia del ciudadano al perezoso filialismo. Ya no le cuesta mucho convencerse de que todo el mal se debe al Gobierno, cuyo paternalismo reclama. Son las administraciones las culpables porque no han sabido gestionar, porque no tienen un programa político de prioridades, porque los esfuerzos electorales para mantener cotas de poder no les permiten resolver los problemas reales. Y esto es verdad. Los gobiernos -en sus distintas escalas administrativas-, incluso en un sistema exacerbadamente liberal como el nuestro, tienen instrumentos para corregir los sectores decadentes del país y no es honesto que prediquen la sustitución de sus responsabilidades con la actividad de la llamada sociedad civil. Pero también es cierto que sin la corresponsabilidad de esta sociedad el país no puede seguir adelante. Es difícil plantear una política cultural si los artistas y los intelectuales no se comprometen, y es difícil enderezar un progreso económico si no hay empresarios solventes y comprometidos. Desgraciadamente, éstas son dos graves deficiencias en la Cataluña de los últimos años. Si nuestros hijos van a Madrid a trabajar, no es sólo por los apoyos que la capital recibe del Gobierno, sino también porque allí se ha creado un propio empuje empresarial. La mayoría de nuestros empresarios -desde que se perdió el empuje de los primeros burgueses industrializadores y cuando se acostumbraron al cómodo servilismo de la dictadura- no han mostrado una gran capacidad profesional ni han hecho demasiados esfuerzos para responder a las necesidades de la economía catalana. La política catalanista, basada en las relativas evidencias históricas y culturales, en una ideología de identidades como fundamento de la soberanía, no debe ser el tipo de política que pueda incitarlos a corresponsabilizarse. Hay algo que no funciona: por un lado, los gobiernos no han utilizado los instrumentos para retener en Cataluña las grandes empresas y para apoyar nuevos asentamientos productivos, y por otro, la clase empresarial no ha sido lo bastante eficaz -ni lo suficientemente catalana- para organizar sus plataformas o para exigirlas con una reestructuración política. Cabe suponer que con los artistas y los intelectuales el panorama es similar: física o intelectualmente, también se exilian. El pobre ciudadano que se pregunta por qué sus hijos van a Madrid a emplearse desearía que en las próximas elecciones algún partido presentara un programa en el que se explicasen todas las verdades y en el que se enfocasen honestamente estos problemas. Y si todavía no está muy desengañado, seguramente lo votaría.

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