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Tribuna:UN DEBATE PENDIENTE
Tribuna
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Televisión Española, a espaldas de la democracia

La televisión es un medio y el que controla el medio controla el fin. Nadie puede negar las inmensas posibilidades de información y entretenimiento que la técnica de la televisión ha traído hasta nuestras propias casas, pero nadie podrá negar tampoco el impresionante grado de manipulación de la conciencia colectiva que la televisión hace posible en nuestros días. El poder y la técnica de la televisión sirven tanto para formar como para deformar, para informar como para manipular, para integrar como para desintegrar, para propiciar el consenso como para fomentar el conflicto.¿Y para qué sirve Televisión Española? Cualquier observador objetivo tendría que reconocer que su programación es culturalmente pobre, que su imparcialidad es prácticamente nula, que su organización es un disparate, que sus gastos actuales son un auténtico despilfarro, que intelectualmente es un insulto a la inteligencia, y que políticamente es una burla de los derechos de la ciudadanía. Con una programación que apenas se distingue de la que gratuitamente ofrecen las televisiones privadas y disfrutando de una credibilidad cada vez más dudosa, Televisión Española nos cuesta a los contribuyentes 500 millones de pesetas diarios. Funcionando como funciona, a Televisión Española sólo la necesita el Gobierno; sirve, sobre todo, como instrumento de propaganda, como televisión gubernamental.

Nada nuevo, por otra parte. Desde 1956, año en que la televisión comienza a emitir en nuestro país en régimen de monopolio público, es el Gobierno el que controla Televisión Española; primero fueron los Gobiernos franquistas y luego los sucesivos Gobiernos de la democracia, pero siempre el Gobierno. En los últimos decenios, en el mundo del audiovisual ha cambiado casi todo, menos la esencia de Televisión Española. Hemos pasado del monopolio a la liberalización y a la consiguiente competencia con las televisiones privadas; de la escasez de frecuencias en el espacio radioeléctrico a la multiplicación de las posibilidades de transmisión y del número de canales; de la antigua separación, a la convergencia del audiovisual con el sector de las telecomunicaciones; las concentraciones empresariales han venido creciendo a velocidades de vértigo; todo, prácticamente todo, ha cambiado, menos Televisión Española.

Nos cabe así el dudoso mérito de ser el único país de la Unión Europea y, hasta donde me consta, la única democracia de Occidente, en donde el partido que forma Gobierno puede adueñarse de la llamada televisión pública para orientar la opinión de los mismos ciudadanos con cuyos impuestos se paga dicha televisión.

El disparate tiene tales dimensiones que cualquier persona sensata se preguntará, con razón, cómo ha sido posible que se haya mantenido durante más de 20 años de democracia la estructura esencialmente antidemocrática de un servicio público tan importante y costoso como el de televisión. Todo tiene su historia, sus causas y sus protagonistas, pero lo que me interesa resaltar aquí son los aspectos legales y constitucionales del problema.

En 1980, en tiempos de amplio consenso, con un Gobierno presidido por quien había sido director general de Televisión Española en el régimen anterior, y con una oposición desde la que ciertas voces habían pedido la socialización de los medios de comunicación de masas, se aprueba la Ley del Estatuto de Radio y Televisión, la ley que en 1999 continúa todavía vigente. Nuestros legisladores dieron entonces por bueno el siguiente mecanismo: celebradas elecciones generales, el partido que forma Gobierno nombra al director general de Radiotelevisión Española, el cual, sin otro contrapoder ni mecanismo de control interno medianamente significativo, salvo el Consejo de Administración, elegido por el Parlamento, dirige RTVE durante cuatro años, o, como estamos acostumbrados a ver, hasta que el Gobierno decide sustituirle.

En el diseño de la ley vigente no es, pues, el sistema de designación del director general, que continúa siendo el del régimen político anterior, sino el sistema de elección del Consejo de Administración, el que vendría a garantizar el carácter democrático de Televisión Española. Dicho Consejo, integrado por 12 miembros, es elegido, mitad por el Congreso y mitad por el Senado, entre personas de relevantes méritos profesionales, por una mayoría más difícil de conseguir que la que se requiere para la designación de los miembros del Tribunal Constitucional: tres quintos en el caso de éstos, y dos tercios para la elección de los miembros del Consejo. Es comprensible que en tiempos de consenso el sistema de mayorías reforzadas pudiera parecer a nuestros legisladores una garantía democrática. Pero lo cierto es que, en circunstancias distintas, a lo que a menudo contribuyen las mayorías reforzadas es a impedir el funcionamiento de la democracia. El lamentable retraso de un año en la última renovación del Tribunal Constitucional y la incapacidad política para cubrir las cuatro vacantes actuales en el Consejo de Administración de RTVE así lo ponen de manifiesto.

Menos fácil de entender resulta que el legislador de 1980 viese en un órgano de elección parlamentaria, el Consejo, el adecuado contrapeso democrático del órgano directamente designado por el Gobierno, el director general.

En nuestro sistema político ¿no coincide acaso el Gobierno con el color político de la mayoría parlamentaria? Y si eso es así, ¿cuál puede ser el papel del Consejo de Administración, cuya mayoría, como es natural, será normalmente un reflejo de la del Parlamento, frente a un director general designado por un Gobierno que ha sido elegido por la misma mayoría? Con la composición que fija la ley, frente al director general el Consejo está condenado a ser un órgano políticamente inútil.

Pero las equivocaciones no paran ahí. El Estatuto de 1980 declaró a la televisión servicio público pero se olvidó de decir para qué. Legalmente, Televisión Española es un servicio público que sirve para todo, lo que equivale a decir que, legalmente, en concreto no sirve para nada. En la ley que la regula, las funciones concretas de Televisión Española brillan por su ausencia.

En ese esquizofrénico marco legal, y dejando ahora aparte otras cuestiones que nos llevarían demasiado lejos, ¿qué ocurriría si, por casualidad, en un determinado momento la mayoría del Consejo de Administración, el órgano en donde se refleja el pluralismo político del Parlamento, llegase a tener una mayoría distinta de la del Gobierno que ha designado al director general? Acabamos de verlo.

La competencia más importante que la ley atribuye al flamante órgano de elección parlamentaria es, como no podía por menos, "aprobar, a propuesta del director general de RTVE, el plan de actividades del ente público".

Pues bien, en estos momentos, y como consecuencia de las vacantes que las fuerzas políticas son incapaces de cubrir, el Gobierno no tiene la mayoría política en el Consejo de Administración. Tanto es así que el Consejo acaba de rechazar no sólo en una, sino en dos votaciones distintas, como es preceptivo, el plan de actividades propuesto por el director general. ¿Y qué ha ocurrido? Absolutamente nada. El tema se ha despachado con un dictamen de la asesoría jurídica de la casa en el que se dice que el director general designado por el Gobierno no está vinculado por el voto del Consejo de Administración elegido por el Parlamento.

Para este viaje, como cualquiera puede comprender, no se necesitaban alforjas. En lo esencial ya estábamos ahí hace 43 años. La diferencia más importante es, si acaso, que ahora televisiones públicas gubernamentales las pueden tener también las comunidades autónomas e incluso los municipios.

España necesita, pues, con urgencia definir el modelo de televisión pública de la democracia. Las relaciones entre el Estado y el Mercado, entre el Poder Central y las comunidades autónomas, y entre los gobernantes y los gobernados exigen el diseño de un orden razonable del campo del audiovisual. Y a la televisión pública, empezando por una nueva Televisión Española, le corresponde en ese campo un importantísimo papel. Pierden su tiempo y el nuestro los políticos que se enzarzan en memoriales de agravios. El que quiera ganar méritos ante los ciudadanos, que los consiga en la construcción de una televisión pública democrática, que ya va siendo hora.

José Juan González Encinar es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Alcalá (Madrid).

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