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El béisbol suaviza la guerra fría

55.000 personas presencian en La Habana el primer partido en 40 años entre profesionales de EEUU y Cuba

Llevaba en una mejilla la bandera estadounidense y en la otra la cubana. Ambas con los mismos colores: azul, rojo y blanco. Y en la frente, un símbolo de la paz. La joven de tez cetrina era cubana y muy bella. Una espectadora más entre los 55.000 aficionados que ayer llenaron el Estadio Latinoamericano de La Habana para ver un espectáculo que iba mucho más allá de lo puramente deportivo. A la entrada del parque, una gran pintada decía: "El deporte, derecho de todo el pueblo". Dentro del campo de juego no había anuncios de coca-cola ni vallas publicitarias, aunque sí consignas con declaraciones de principios del tipo: "Hombres de espíritu y cuerpo fuerte" y "Deporte socialista cubano". El juego entre el equipo profesional de los Orioles de Baltimore, uno de los 30 de las Grandes Ligas de EE UU, y una selección de Cuba era el primero en más de 40 años y había despertado una gran expectación tanto en Cuba como en EE UU.La carga política era innegable. Tanta, que para que el partido pudiese celebrarse, el presidente de los Orioles, Peter Angelos, debió negociar tres años con el Departamento del Tesoro y de Estado norteamericano y se necesitó una autorización expresa del propio presidente de EE UU, Bill Clinton.

El ambiente en el estadio ya era formidable, cuando de pronto, 20 minutos antes del comienzo, una ovación estremeció el campo y Fidel Castro cruzó los jardines vestido de verde oliva, con su gorra de comandante. El saludo de cortesía a los dos equipos fue recogido por los 400 periodistas de EE UU que viajaron a La Habana para dar cobertura al partido. Y también, por supuesto, los gritos de "Fidel, Fidel". Sucedía lo previsible.

En el estadio, cerca de donde se sentó Fidel Castro estaban situados casi todos los miembros de la Sección de Intereses de EE UU, entre ellos, su jefe, Michael Kozac, quien fue acusado recientemente por el Gobierno cubano de fomentar la subversión en la isla. Estaban también medio centenar de niños de escuelas jesuitas de Baltimore, Washington y New Jersey, quienes fueron invitados por los Orioles a viajar a Cuba. Las entradas para los 55.000 cubanos que completaban el estadio fueron distribuidas a través de las organizaciones de masas revolucionarias, lo que generó críticas en los aficionados.

El juego terminó con victoria de los Orioles de Baltimore por tres carreras a dos, pero eso era lo de menos. Algunos quisieron ver en esta iniciativa deportiva una suerte de "diplomacia beisbolera", similar a la "diplomacia del ping-pong" que en el pasado utilizaron EE UU y China para acercarse. Tanto La Habana como Washington lo han negado. El propietario del equipo de los Orioles, Peter Angelos, aseguraba recientemente en La Habana que nada tenía que ver Cuba con China ni el béisbol con el ping-pong. En el caso de las relaciones chino-norteamericanas, los encuentros deportivos fueron impulsados a nivel gubernamental, dijo Angelos, mientras que en este caso el partido entre Cuba y los Orioles se debía a una iniciativa particular -la suya propia-, sin motivaciones políticas.

Pero para nadie era un secreto todo lo que se escondía detrás del partido de ayer. Camufladas en dos concepciones diferentes del béisbol (en EE UU, profesional, y en Cuba, como todo el deporte, aficionado por decreto), se enfrentaban en el terreno de juego dos naciones enemigas y separadas durante cuarenta años por los rigores de la guerra fría. Guerra fría que, por supuesto, también ha influido al béisbol, la pasión nacional de ambos países; en la mente de muchos de los aficionados estaban ayer los nombre de Orlando el Duque Hernández, su hermano Livan Hernández, Rene Arocha o Ariel Prieto, peloteros cubanos que se marcharon de Cuba hace algún tiempo sin nada y hoy son estrellas del béisbol profesional en EE UU.

Antes del inicio del partido, el entrenador de los Orioles, Ray Miller, confesó en conferencia de prensa que el deporte podía tender puentes entre ambos países por encima de las diferencias políticas. En las gradas del Latinoamericano, la joven de las dos banderas pensaba lo mismo. Por la noche pensaba asistir a un gran concierto de músicos norteamericanos y cubanos en el teatro Carlos Marx de La Habana.

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