Deslumbrante 'Tristán e Isolda'
ENVIADO ESPECIALEscribió en cierta ocasión Richard Wagner a Mathilde Wesendonck que -cito de memoria- una buena representación de Tristán e Isolda tendría que volver loca a la gente. Hacía alusión especialmente el gran compositor alemán al clima de delirio de Tristán y muerte de Isolda que se desarrolla en el último acto. La representación de Salzburgo ayer habría podido levantar un clima de entusiasmo excepcional si llega a contar con una Isolda de más grandeza, y un Tristán con más empuje, pero Deborah Polaski se mantuvo en un nivel de exquisita corrección sin elevarse en su escena final y Ben Heppner dibujó su personaje a retazos, pero sin entrar en su conflicto, tal vez por tener una voz pequeña y bella, aunque no curtida para afrontar un reto tan complejo y difícil como el de Tristán.
"Tristán e Isolda"
Drama musical en tres actos de Richard Wagner. Orquesta Filarmónica de Berlín. Director musical: Claudio Abbado. Director escénico: Klaus Michael Grüber. Escenografía: Eduardo Arroyo. Vestuario: Moidele Bickel. Diseño de luces: Vinicio Cheli. Con Ben Heppner (Tristán), Deborah Polaski (Isolda), Matti Salminen (Rey Marke), Marjana Lipovsek (Brangäne) y Falk Struckmann (Kurwenal) y Ralf Lukas (Melot). Festival de Pascua de Salzburgo. Coproducción con el Festival de Verano de Salzburgo y el Mayo Musical Florentino, Grosses Festspielhaus, Salzburgo, 27 de mayo.
Sí compusieron, sin embargo, muy bien sus personajes Matti Salminen, Marjana Lipovsek y Falk Struckmann, tanto desde el punto de vista del canto como desde la dramaturgia.
Lo más cercano ayer a la perfección fue la actuación de la Orquesta Filarmónica de Berlín. Es difícil tocar mejor. La cuerda estuvo sensacional, sección por sección, y el equilibrio entre las diferentes familias fue verdaderamente portentoso. Claudio Abbado (no dirigía un Wagner escenificado desde Lohengrin en La Scala con Strehler hace 17 años) realizó una lectura meticulosa, analítica, de una claridad meridiana, lírica, jugando muy bien con los detalles y con los contrastes dinámicos (tal vez un poco excesivos de volumen en las escenas de Tristán del tercer acto), creando unos climas descriptivos o apasionados de una enorme fuerza poética.
Dos momentos especialmente inolvidables fueron los minutos posteriores a la escena del filtro de amor, con una atmósfera misteriosa y mágica, y los instantes previos a la llegada de Tristán a la cita con Isolda en el segundo acto, con una sensación de agitación verdaderamente contagiosa.
Klaus Michael Grüber es un director de escena que plantea las situaciones teatrales con un respeto extraordinario a la partitura musical. Además, se reúne de unos equipos escenográficos, figurinistas e iluminadores con los que se siente totalmente identificado. El trabajo de equipo se nota. Unos de sus colaboradores fijos es Eduardo Arroyo.
La labor escenográfica del pintor madrileño en Tristán e Isolda fue de un figurativismo con toques de osadía en su descenso al fondo de la noche. En el primer acto, llena con un barco gigantesco en sentido longitudinal el enorme escenario de la sala grande del Palacio de Festivales. Domina el acero y la geometría, situándose los cantantes a tres niveles de altura respecto al suelo. Es una visión más bien pictórica, porque el barco es transparente para favorecer las situaciones teatrales de proa a popa. Puede inducir a la frialdad, pero es, en cualquier caso, espectacular. En el segundo acto, Eduardo Arroyo ocupa también todo el escenario, pero esta vez con dos potentes troncos de árboles, muy ramificados y entrelazados, aunque sin hojas. En el momento central del dúo de amor unas luces intermitentes en el suelo crearon la ilusión de unas luciérnagas o de un estar viviendo una historia de amor entre las estrellas. Domina la madera y todo desprende una atmósfera de puro romanticismo nocturno, cercano a Novalis.
Un toque de pintor
El tercer acto, el más cercano a la estética habitual de Arroyo, es desolador. Un faro abandonado, con huellas de destrucción por la fuerza del mar en las paredes que dan a un patio interior. Al acero y la madera de los dos actos anteriores, Arroyo contrasta en el tercero con la hegemonía de la piedra y unos desordenados troncos de árbol. Su toque de pintor se nota en una iluminación que potencia por momentos desde el rojo carmín hasta el amarillo melocotón, o por un punto de color amarillo en la tela del sillón de Tristán. La geometría se rompe como reflejo de la tragedia. Todo acaba en la más absoluta oscuridad, orquesta incluida. La dialéctica día-noche, amor-destrucción, anhelo-imposibilidad se disuelve en el escepticismo del instante. Schopenhauer, sí, pero con una mirada a Benjamin.Ayudaron lo suyo el sobrio y magnífico vestuario de Moidele Bickel y la precisa iluminación de Vinicio Cheli, y, por supuesto, una dirección de actores que dejaba a la música el protagonismo teatral absoluto. No lo entendió así un buen sector del público que abucheó al equipo escénico completo con dureza. Tal como están los tiempos, en muchas ocasiones un rechazo de las propuestas visuales es una garantía de su interés. Creo que esta vez es un claro ejemplo de ello. La producción de Grüber y Arroyo de Tristán e Isolda está programada con nueve funciones en el Festival de Verano de Salzburgo del año 2000, siendo dirigida también por Claudio Abbado.
Babelia
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