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Buenos Aires, una ciudad que siempre se cuidó mucho

Los libros de viajes de Josep Pla, recogidos en su obra completa, pasan por ser un nido de tópicos, mera prosa de catálogo, filtrada por el crepúsculo planiano, que todo lo ennoblece. Hasta que una tarde en Lucca, ya en la Umbría, el viajero comprueba que el color del muro y el párrafo sobre el color del muro son exactamente iguales. Iguales quiere decir iguales: como si la luz y la escritura no pudieran distinguirse en un ojo humano. A partir de este tipo de imprevistos, uno va más despacio con Pla y su literatura de viaje. Despacio para no caerse, máxima primera del caminante. A lo largo de su vida, Pla visitó varias veces Buenos Aires. Fueron viajes importantes, desde el punto de vista literario y desde el punto de vista moral. Sobre la ciudad escribió unas cuantas decenas de páginas, todas ellas atravesadas por dos convicciones: que Buenos Aires es una especie de Pueblo Español de Europa y que la ciudad tiende a la monotonía. El jueves, dos centenares de personas, reunidas en la Virreina de Barcelona en torno a Beatriz Sarlo, argentina y borgiana, escucharon esto de la profesora en cuanto abrió la boca: "Buenos Aires es el resultado de diversos proyectos europeos y es, también, una ciudad monótona". Hubo planianos entre el público que dieron un respingo: siempre con tanta confianza en sí mismos, estaban dispuestos a aceptar que Pla copiara catálogos y tiznara los papeles de idées reçues. Pero en absoluto podían pensar que la profesora prolongara hasta nuestros días el método. Y les entró un íntimo calorcillo pensando en su maestro. Mientras ellos gozaban, la profesora iba extendiéndose entre los dos límites de su preparado. Evocó así la visita de Le Corbusier a la ciudad, en 1929, su lamento ante la actitud de la ciudad que había negado a su río -"a su río monstruoso, de una sola orilla", precisaba la profesora con el espesor porteño de su prosa- y su admiración ante las casillas modernas que se levantaban para los inmigrantes ya aposentados, liberados del conventillo -casas comunales- y del tango. Y se extendió, la profesora, en variados ejemplos, desde la italianizante Casa Rosada hasta las fachadas de Madrid, desde el acero de Manhattan hasta las pizarras de París, para demostrar que Buenos Aires es el ejemplo supremo de un patchwork. También espiritual: "Aunque quisiesen verse a sí mismas de tal manera, de la misma manera que habían querido ver a Buenos Aires como París, las élites tampoco eran francesas: eran como las fachadas, de todos los lados, trasladadas allí con la suprema originalidad con que Buenos Aires ha sido capaz de copiarlo todo". El corazón planiano volvió a estallar, paradójicamente, cuando la profesora se adentró en la monotonía y en la descripción de la monotonía porteña. La profesora casi suplicó un locus amenus para su ciudad. Lo dijo en latín, es verdad. Pero ella se refería -siempre París- a una Sainte-Geneviève, la cuestecilla por donde trepaba cada noche Hemingway, en París, de vuelta del café, camino del amor. Pla lo había pedido en menos palabras: ¡una montaña para Buenos Aires! Una montaña le habría curado la angustia, la depresión del horizonte inabarcable en las avenidas, milenarias no por su pasado, sino por las cifras que alcanzan los números de sus calles. Al final, la profesora Sarlo se encaró, breve pero intensamente, con su ciudad. Dijo que había querido ser París sin serlo, pero que ya había abandonado la idea. Dijo que Buenos Aires miraba hacia América. Y que sus arrabales eran decididamente americanos: unos pobres, como sólo se encuentran en América; otros ricos y sin hombres caminando, como también allí. Y que sólo en el centro, cada vez más sitiado, y sólo si la mirada era atenta, alguien podría descubrir el rastro de la ciudad que fue exilio de Europa, su patchwork, y su melancolía imposible, aquellos años de la ciudad narcisa: "Porque Buenos Aires siempre fue una ciudad que se cuidó mucho", subrayaba en el epílogo la profesora, reivindicando el derecho del conferenciante a los finales tristes.

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