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Otra etapa de la transición chilena

La decisión del Comité de los Lores sobre el tema de la inmunidad del general Pinochet, bien construida desde el punto de vista jurídico, tiene sutilezas políticas que quizá no fueron previstas. Desde luego, no interfiere en absoluto con la jurisdicción y la soberanía chilenas, el argumento central de los alegatos de Chile y el gran pretexto de las presiones internas contra el Gobierno. La decisión no permite juzgar los delitos anteriores a septiembre de 1988, época en que la ley penal era siempre territorial, pero tampoco cierra el paso a la formación de un sistema universal de protección de los derechos humanos. Todos los miembros del comité reconocieron que la tortura, a partir de la adopción de la Convención Internacional sobre el tema, puede ser juzgada fuera del país donde fue cometida. Los casos ocurridos en Chile son escasos después de esos días, que corresponden a los del plebiscito en que la dictadura fue derrotada, pero Pinochet, si hubiera materia suficiente y si el ministro inglés Jack Straw no reconsiderara su primera decisión, podría ser juzgado por ellos. Al fin y al cabo, Chile mismo adoptó la Convención y la transformó en ley interna suya. Es el comienzo de otra forma de convivencia internacional: un verdadero punto de partida. El caso del Chile de Pinochet, con sus abusos contra los derechos humanos, habrá servido como detonante, y sin necesidad de atropellar la soberanía del país. Por el contrario, el país, con su dura experiencia de años recientes y en ejercicio, precisamente, de su soberanía, firmó aquella Convención. Si lo hizo fue para que la tortura nunca vuelva a repetirse, no por otra cosa.Por otro lado, la decisión británica no impide que los crímenes anteriores sean juzgados en Chile. Ya existen algunas querellas criminales en trámite, presentadas ante un juez que parece decidido a llevarlas adelante, pero no es fácil que prosperen, a pesar de lo que declaraba hace pocos días a la prensa francesa el presidente Frei. El general, como su modelo predilecto Francisco Franco, quiso dejar las cosas "atadas y bien atadas", y quizá en este aspecto fue un discípulo más adelantado que su maestro. Sin embargo, el episodio de Londres en su conjunto, y sobre todo la decisión de ayer en la tarde, crea un compromiso no escrito, intangible, de Chile frente a la comunidad internacional.

La opinión mayoritaria europea sostiene ahora que los juicios en Chile son "imposibles", pero también alegaba a mediados de 1988 que la idea de derrotar a Pinochet en un plebiscito era enteramente descabellada y utópica. Yo era uno de los 14 miembros del Comité de Elecciones Libres, organizado por la oposición democrática, y recuerdo innumerables discusiones con periodistas, cientistas políticos, intelectuales llegados desde diversos países de Europa. Reconozco que el juicio a Pinochet ahora es todavía más difícil que su derrota electoral en 1988. Pero ninguna formación política chilena con alguna base en el electorado puede decir: ya que no somos capaces de juzgar al general en Chile, dejemos que lo juzguen en España o en cualquier otra parte. El proyecto de un partido tiene que ser otro. Tiene que consistir en crear condiciones para que la justicia llegue a funcionar en Chile de forma normal: sin amenazas, sin tribunales especiales, sin fueros injustificados. Todo el episodio del general Pinochet en Londres debería ser colocado en el contexto de la transición chilena. Podría abrir una etapa nueva y necesaria, si lo enfocamos bien, y podría, si lo manejamos mal, significar un retroceso. Ya hablé del plebiscito del año 1988, que fue un primer gran juicio político en el que participó todo el país, con un índice extraordinario, escaso en la historia contemporánea, de participación en el voto. En la campaña previa, que sólo contó con 15 minutos diarios autorizados en la televisión, los testimonios personales sobre atropellos a los derechos humanos fueron centrales, constantes, impresionantes. Al comienzo de ese año los chilenos tuvieron gran reticencia para inscribirse en los registros electorales. El partido comunista, reorganizado en la clandestinidad, así como los grupos de extrema izquierda, eran virulentamente contrarios a la noción de entrar en lo que parecía un juego de la dictadura. En las últimas semanas, los comunistas, en contacto con las poblaciones obreras, comprobaron que el deseo de participar en el voto, propio de una vieja tradición del país, era irresistible. Las consignas cambiaron en los días finales. El país entero, y me refiero, claro está, al país del interior, a los chilenos que se quedaron en Chile, terminó por entrar en el proceso del plebiscito. Lo hizo con inteligencia, con buen olfato, con la prudencia que hacía falta en esos días. El triunfo del No, que el Gobierno tuvo que admitir a regañadientes, a altas horas de la madrugada, fue celebrado con una euforia inolvidable, pero también con la mayor disciplina, con sensatez, evitando provocaciones.

¿Alguien podría pensar que un año más tarde, cuando el general entregó el mando a un presidente civil elegido en una votación popular, podríamos arrastrarlo de inmediato ante la justicia del crimen? Cada transición obedece a circunstancias, a normas, a tradiciones difíciles de entender desde fuera. La nuestra ha sido más observada y se le ha pedido más cuentas que a ninguna otra del mundo contemporáneo. A menudo me pregunto por qué. Desde luego, la ocurrencia de Augusto Pinochet de irse a operar de una hernia discal a Londres y de tomar, de paso, una taza de té con Margaret Thatcher, es de un absurdo digno de una obra de Ionesco. Pero intervienen otros factores y otras leyendas, mitos de ángeles y demonios, visiones maniqueas de la política. Uno de los problemas de fondo, quizá, consiste en que la transición chilena, que comenzó con euforia, con alegría, con formas originales de participación, perdió dinamismo en los últimos años. El primer Gobierno del postpinochetismo, el de Patricio Aylwin, hizo el llamado Informe Rettig sobre los casos de atropellos a los derechos humanos: un texto que caló hondo en el país, que tuvo que ser tragado a pesar suyo por el Ejército a las órdenes de Pinochet, que después fue imitado por la transición de la República de Suráfrica. El segundo de estos Gobiernos, el del presidente Frei, puso todo su énfasis en el dinero, en la empresa, en los éxitos económicos, aun cuando ha hecho esfuerzos para mejorar al anterior al-

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gunos problemas sociales. Ha sido, guardando todas las distancias, un equivalente chileno de fin de siglo del Gobierno decimonónico de Luis Felipe y del enrichissez vous. Dio por terminada la transición en forma demasiado rápida, con optimismo excesivo, y se olvidó de un problema fundamental que nos concierne a todos: el de las víctimas de la dictadura. El resultado político se ha visto con meridiana claridad en todos estos meses.El balance del episodio del general Pinochet en Londres, cualquiera que sea la decisión del ministro del Interior Jack Straw, decisión que podríamos conocer muy pronto, es de enorme interés. Podría señalar, como ya dije, el comienzo de una etapa más profunda de la transición. Por el momento, sin embargo, ha creado una situación peligrosa. A mediados del año pasado, después de salir del Ejército y de ingresar en el Senado, el general había perdido poder de forma notoria. Era un senador más, poco dotado para entrar en polémicas parlamentarias, aficionado a los discursos patrióticos, que pedía excusas con curiosa formalidad, por escrito, para ausentarse de las sesiones. El candidato presidencial de la derecha pinochetista, Joaquín Lavín, alcalde de una comuna rica de Santiago, empezaba a visitar los hogares de algunos de los desaparecidos de la dictadura, actitud que provocaba la furia y hasta las acusaciones en la prensa de la familia del general. Por su lado, el nuevo Comandante en Jefe, el general Izurieta, llamaba a retiro a generales connotados del círculo de confianza de su antecesor. Eran sólo síntomas, si se quiere, pero apuntaban en una dirección clara. En esos días se produjo la detención en Londres, que tuvo un efecto paradójico, casi perverso. El general que empezaba a ser olvidado, que dormitaba en su sillón de senador vitalicio, resucitó en la política chilena. Y resucitó, también, el ambiente de polarización, de división del país, propio de los años setenta. Pero resucitó, creo, en forma sólo parcial, en los márgenes, entre los nostálgicos del allendismo y los pinochetistas recalcitrantes, que ahora son una evidente minoría. En otras palabras, el episodio demostró que la política chilena de hoy, felizmente, transcurre ya por otros cauces.

Puede que el incidente, después de las rabietas contrapuestas de algunos grupos, produzca un cambio de conciencia. Si es así, debería desembocar en dos juicios que todavía están pendientes en Chile: el moral y penal del pinochetismo, y el juicio político del allendismo. Es la única manera de alcanzar un consenso mínimo, un principio de reconciliación. Y de salir a otra cosa, de escapar del zapato chino, de la división tajante entre allendistas y pinochetistas, que es un resabio, al fin y al cabo, de la guerra fría, un tema del pasado.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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