Tribunal Supremo: dudosa cuestión de estatuto
La reciente asamblea de magistrados del Tribunal Supremo despertó justificada preocupación en algunos medios de opinión, asociativo-judiciales y, por lo que parece, también en el Consejo General del Poder Judicial. Sobre todo, porque no pocos creyeron percibir en los orígenes y en el ambiente de la misma cierto tufillo a SEPLA, es decir, a sindicato de cuadros. Los propios interesa dos, en el escrito dirigido al presidente del tribunal, trataron de despejar posibles dudas al respecto, insistiendo en que el motivo de su interés eran puras cuestiones estatutarias y de dotación de medios (alguna tan curiosa —en el contexto de precariedad en que se hallan otros organismos— como "la asignación de un letrado a cada uno de los magistrados").
Seguramente no es cuestionable el derecho de unos profesionales a reunirse para debatir sobre asuntos que les afectan como tales. En el caso de los tribunales, por ejemplo, consecuencias de reformas legales, fórmulas para mejorar el rendimiento y la calidad del trabajo, etcétera. El problema lo plantean aquellos casos en los que una posición de poder o de privilegio puede ser usada como instrumento al servicio de reivindicaciones de grupo o de clase.
En el supuesto que nos ocupa, el contenido temático del encuentro —en la voz de sus protagonistas— fue sólo estatutario y giró en torno a lo que una ley de 1997 llama "estatuto especial" de los componentes de ese órgano jurisdiccional.
Ocurre, sin embargo, que esa disposición, por los antecedentes y el sesgo de su contenido, evidencia un claro deslizamiento corporativo y castal en el objeto de su regulación en este punto.
Si no la única, una de las causas de aquella reforma legal fue el malestar existente entre los miembros del alto tribunal por la diferencia de sueldo en relación con los integrantes de alguna otra alta magistratura, el Tribunal Constitucional sobre todo. Así, a partir de este dato, se generó un clima interno a cuyo calor surgió la idea del aludido "estatuto especial", como envoltura para ofrecer a la opinión un salto de notable importancia en la escala retributiva, que de otro modo no habría sido vendible.
Esa reivindicación salarial carecería de interés si no fuera porque tuvo un peso notable, fuertemente condicionante del tenor y la filosofía de sus derivaciones normativas, marcadas también por una sensible pobreza teórica. En efecto, el estatuto del magistrado del Tribunal Supremo alumbrado con la ley de 1997 tiene dos puntos de apoyo: la suya es una "magistratura de ejercicio", que sólo corresponde a quien forme parte de aquél; calificado de "alto órgano constitucional", significativamente, en el precepto que dispone la asimilación salarial de sus componentes a los que lo son de otros considerados de ese mismo género. (En el caso del Tribunal Constitucional, con razón.)
Semejante opción legislativa tiene serios problemas de concepción. Uno lo suscita el rango clasificatorio últimamente aludido de "alto organismo constitucional". Primero, por su impropiedad, puesto que el tratamiento sólo seria pertinente aplicado a la jurisdicción como "poder judicial", que, es sabido, radica —con igual dignidad— en cada juez o tribunal que ejerce su competencia. Después, porque, como también se sabe, en lo tocante a jurisdicción, la supremacía del Tribunal Supremo se cifra y se agota en su condición de último en decidir en el sistema de instancias. Es decir, la única supraordinación posible es de índole procesal y no reclama, sino todo lo contrario, traducción alguna en privilegios de categoría administrativa, como el que, lamentablemente, denota el nuevo artículo 299, 2° de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Pues, por fortuna, y a diferencia de las viejas Cortes de Casación de estirpe napoleónica, el Tribunal Supremo, como cualquier tribunal de la Constitución de 1978, carece de atribuciones jerárquico-gubernativas, que es lo que corresponde en una organización de diseño horizontal en el status administrativo de sus integrantes, como garantía de la independencia.
No menos equívoca es la expresión "magistratura de ejercicio". En primer lugar, por la llamativa obviedad de que no hay ninguna que no deba serlo. Y, sobre todo, porque ni la integridad de la función ni la eficacia en su desempeño, y mucho menos la independencia como valor demandan la asimilación o confusión del rango administrativo y el puesto jurisdiccional. Más bien al contrario. Desde que Calamandrei denunciara con lucidez "los peligros de la carrera", los constitucionalistas que con más rigor se han ocupado del asunto (Pizzorusso, singularmente) han sido concordes en la necesidad de separar de forma tajante el puesto en el cursus honorum y la función de juzgar que se presta. En una línea que encuentra afortunada expresión en el Zagrebelsky de la gerarchía da smantellare. Ello con el fin de evitar el repudiable fenómeno del carrerismo, y para hacer que el juez que se mueva dentro de ese horizonte, de pobre y bajo perfil deontológico, pueda Satisfacer sus aspiraciones de promoción sin que éstas contaminen el ejercicio de un cometido profesional que ha de prestarse sine spe ac metu.
De ahí la futilidad del problema —que preocupó, sin embargo, a los reunidos en el Supremo— representado por la excepción legal en la exigencia de ejercicio efectivo en el propio tribunal, recientemente introducida al contemplar la situación de tres magistrados de la Audiencia Nacional. Asunto que carece de toda relevancia jurisdiccional y que no pasa de ser una simple cuestión de escalafón o "de carrera" que muy bien podría —o, mejor, debería— haber sido resuelta del mismo modo que ahora, en 1997, mediante una disposición transitoria, para una situación que también lo es.
Como resulta de lo expuesto, lo que pudo haber de atípico en la asamblea es sólo un "lodo" —y no el más importante— de aquellos "polvos". El problema es de fondo y de mal planteamiento, debido a la desviación lamentable en el modo de tratar una cuestión básicamente salarial, que, en su esencia, no tenía ninguna relevancia estatutaria y que no merece la aberrante singularidad del singular "estatuto especial" consagrado. Por eso, yo creo que la dudosa política de lobby funcionó entonces —como en otras ocasiones— más que ahora. Y, además —también como en otras ocasiones— fue aceptada por el propio Consejo, que no vio o no quiso ver las negativas consecuencias que aquí se han apunta do. Por eso, al menos en su caso, hay serias razones para la reflexión autocrítica.
Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.
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