Entre Shakespeare y Benigni
ENVIADA ESPECIALSusto descomunal cuando abro el Daily Variety y me entero de que los votos de los miembros de la Academia a la mejor película extranjera han ido a parar, equivocadamente, a la antigua dirección de la firma que hace el recuento, por culpa del servicio de mensajería. ¡Oh, no, otra vez no, otro escándalo académico con nuestro oscarizado/oscarizable José Luis Garci de por medio, no! Por fortuna, los de Hollywood tienen forma de subsanar el error. Garci y su equipo y su Abuelo llevan semanas aquí, moviéndose con soltura. Incluso el New York Times ha reflejado ampliamente (a cuatro columnas) los funestos dimes y diretes del pasado Goya. Quien no viene es Carlos Saura. El director de Tango, la otra película de habla española candidata al premio, suele mostrar ante este tipo de eventos reconocida indiferencia: y no debe de haber ayudado mucho el hecho de que, hace pocas semanas, su productor, el argentino Alejandro Bellabar, falleciera en accidente de coche. Parece que incluso tuvieron problemas hasta para que les costearan el billete de avión a Los Ángeles.
No es menor el sobresalto que me produce ver el libro sobre Monica Lewinsky, notable hija de esta ciudad, vendido a precio de saldo en todas las librerías. Un nativo me saca de mi ignorancia: se trata de la típica rebaja para la promoción inicial. Sin embargo, no ocurre lo mismo con los numerosos productos literarios que invaden los escaparates, como consecuencia del éxito de Shakespeare in love, candidata al Oscar a la mejor película. En plena shakespearemanía (Hollywood descubre cada equis tiempo al mejor de los argumentistas: lo bastante muerto, además, para no cobrar derechos de autor), se editan libritos en papel de barba con fragmentos de Romeo y Julieta, algunos sonetos, y fotos de Joseph Fiennes y Gwyneth Paltrow difuminadas por una romántica aureola.
Sólo en 1999 se estrenarán y producirán unas nueve películas basadas en obras de Shakespeare: entre otras, una nueva versión de Hamlet, con Ethan Hawke; una puesta al día de La fierecilla domada que se llamará 10 things I hate about you (10 cosas que odio de ti); una especie de Otelo en el instituto, titulado O y protagonizado por Julia Stiles y Mehki Phifer, y una adaptación musical situada en los años treinta de Trabajos de amor perdido, con Alicia Silverstone y Kenneth Branagh. Por su parte, Michelle Pfeiffer acaba de ser Titania, junto a Rupert Everett, en El sueño de una noche de verano. Pfeiffer lo ha pasado mal hace poco debido a que su mejor amiga, Calista Flockhart (protagonista de la serie de televisión Ally Mc Beal), se lió con su mejor marido, David Kelly, productor de la misma. No se apuren: gracias al mal carácter de Calista, una mezcla de anorexia y sustancias químicas, ha triunfado finalmente el amor conyugal, y la traidora desaparecerá del lecho de Kelly, y de su nómina.
Hablemos de fiestas. Como este año se celebra el Oscar en domingo (un negocio para la Academia y la ABC, que retransmite en exclusiva la media hora de llegadas previa a la ceremonia, y que les contaré con detalle en el próximo suplemento de El Espectador), los saraos empiezan a competir entre sí a partir del viernes, para llegar a la apoteosis post Oscar. Para mañana está previsto que el cónsul de Italia dé una recepción en honor de Roberto Benigni. Por cierto: además de la shakespearemanía podemos hablar de la benignimanía: el susodicho aparece a todas horas en televisión, arrastrándose por el suelo y gritando "¡No lo merezco, no lo merezco!"; y en páginas pagadas de publicidad, como por ejemplo, la que dice: "Roberto, la Umbría te agradece que hayas rodado aquí tu película". Aparte de eso, la frase "Buongiorno, principessa!" es el saludo de moda y hasta una remilgada boutique del Strip la ha puesto en letras rosas sobre una vitrina en cuyo interior luce un traje de pedrería como el que lleva la improbable hija de Marisa Paredes en La vida es bella.
Otro de los parties del viernes será el que Sony Music dará, en plan más íntimo, en mi propio hotel, Le Mondrian, cuyo Sky Bar regenta Rande Gerber, el actual marido de Cindy Crawford (recién embarazada). No pierdo la esperanza de verla llegar a tomarse un zumo y de poderle pedir, en directo, unas lecciones de aerobic.
Lo que más me gustaría, con todo, y les juro que pienso hacerlo, es acudir al bar de Woody Harrelson para que me enchufen unos tubos en la nariz. En su desaforada carrera hacia la salud y, como no tienen con qué entretenerse entre dos botellas de Ty Nant (lo último en aguas minerales), dado que han dejado de fumar, las estrellas de Hollywood se dejan bombear oxígeno por esos prácticos agujeritos que tenemos en el apéndice nasal. Los hay con diferentes aromas (fresa, chocolate, menta, vainilla) y cada dosis cuesta sólo 15 dólares, algo perfectamente al alcance de esta enviada especial. Espero no hacerlo el día que Jim Carrey, en venganza por no haber sido elegido candidato al Oscar al mejor actor por El show de Truman, decida introducir en los depósitos alguno de los fluidos corporales posteriores que con tanta generosidad prodigó a lo largo de su filmografía.
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