Víctimas de aquí
Su Santidad el Papa Juan Pablo II acaba de beatificar a los agustinos recoletos fusilados en Motril cuando lo del 36 y el relato que estos días se ha hecho de cómo murieron nos devuelve el recuerdo de una barbarie cercana en la geografía y todavía en el tiempo. Cuánto más preferimos siempre que estas cuestiones de las víctimas, de la crueldad o de las necesidades nos interpelen desde la lejanía o en la doméstica, aséptica, inodora e insípida pantalla de televisión. Por eso la recuperación de esa memoria cruenta es un valor añadido al libro Víctimas de la guerra civil, coordinado por el profesor Santos Juliá. En sus páginas están las víctimas de todo el arco iris político, víctimas de los enconos sociales, del estallido inicial, de la represalia indiscriminada, pero igualmente de la frialdad continuada durante años posteriores a la victoria irreversible. De la máxima de Winston Churchill, que campea en sus memorias, sólo encontramos muestras de altivez en la derrota y de resolución hasta la más inaudita crueldad en la guerra, pero es imposible rastrear por parte alguna un ápice de magnanimidad en la victoria. Todavía impresionan las cifras que se acercan a 80.000 para la represión franquista sólo en 29 provincias y a 40.000 para la represión sucedida en las áreas de 22 provincias de lealtad republicana.Pero los relatos son aún más conmovedores. Ahí quedan, por ejemplo, las últimas horas, antes de su fusilamiento en la madrugada del 9 de noviembre de 1940 -¡cuando había transcurrido año y medio de la victoria!- de Cruz Salido y de Julián Zugazagoitia. De este último, que, además de compartir con el primero la condición de prestigioso periodista, había tenido puestos de responsabilidad política como ministro de la Gobernación y secretario general del Ministerio de Defensa con Negrín, refiere Cipriano Rivas Cherif cómo esa última noche estaba terminando con la misma letra clara, menudísima y regular el cuento marinero para su hijo después de haber escrito a todos los suyos y haberle encomendado el firme deseo de que su sangre no sirviera de mínimo pretexto para verter más sangre de españoles. De puño y letra de Zugazagoitia (véase el libro Grandes periodistas olvidados promovido por la Asociación de Periodistas Europeos y editado por la Fundación Banco Exterior en 1987) habían salido durante la guerra salvoconductos para que pudieran cruzar las líneas y pasar de la zona republicana a la franquista Rafael Sánchez Mazas, Raimundo Fernández Cuesta o Wenceslao Fernández Flórez. Después de la derrota del 39, en el prólogo que debería traducirse al vasco de ese libro imprescindible Guerra y vicisitudes de los españoles, el mismo Zugazagoitia escribió contra la pasión cainita y aclaró que prefería la maledicencia, el ser tenido por cobarde, escéptico, traidor, egoísta..., que todo le parecería más soportable antes de envenenar con un legado de odio la conciencia virgen de las nuevas generaciones españolas. Pero para todos estos compatriotas excepcionales que, como Zugazagoitia, sin merma de sus convicciones, se empeñaron en la reconciliación no hemos inventado aún un tributo de memoria colectiva alternativo al de la elevación a los altares. He aquí, pues, otra tarea para el rector y ponente constitucional Gregorio Peces-Barba en su loable empeño casi solitario por preservar la neutralidad religiosa del Estado, conforme a lo prevenido con todo acierto en nuestra Constitución.
Porque trayectorias como la mencionada de Zuga y de tantos otros no pueden ningunearse entre el boscaje de una vileza que arraigó en todas las partes en conflicto. Como muestra bastaría el relato del periodista Diego San José, otro preso en la cárcel de Porlier, a propósito de las esposas, de práctica religiosa, de cuatro compañeros con pena de muerte que acudieron a la altura de 1940 en solicitud de clemencia al obispo de Madrid-Alcalá, monseñor Leopoldo Eijo Garay. Consta que la respuesta del prelado rehusando cualquier gestión se plasmó en una carta cuyo encabezamiento rezaba: "Señoras viudas de...". Carta que iba fechada cuando todavía seguían pendientes los fusilamientos, que pocos días después se efectuaron. Así que las víctimas del terrorismo de ahora mismo deben saber que las insensibilidades episcopales ante la sangre del ganado que consideran ajeno tienen sólidos y bien forjados antecedentes.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.