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Las habichuelas mágicas

ENRIQUE MOCHALES Cuando el muchacho adquirió aquella bolsita de habichuelas mágicas en el mercado, buscó en la parte posterior del paquete las contraindicaciones, pero no halló nada que hablase de las supermalezas mutantes, ni de los superinsectos, ni del fin de la biodiversidad. Simplemente había una leyenda que decía: "¿Cómo va usted a saber lo que ocurre después de plantar estas semillas, si aún no las ha plantado?" Esto era una verdad como un puño, así que el chaval decidió sembrar las semillas, y una planta gigante creció hasta el cielo. El chico trepó por el tronco, cuyo final se clavaba en las nubes. Atravesó el mismo techo de las nubes escalando la planta, y descubrió maravillado que sobre los cimientos algodonosos de vapor de agua se erguía impresionante un gran edificio de oficinas, en cuya puerta principal se leía en grandes letras doradas "Monsanto" (aunque también hubiera podido poner Bayer, Novartis u Hoescht). El chaval decidió visitar al presidente de aquella empresa, un tío muy alto. El gigante Monsanto le recibió en el último piso del rascacielos y le ofreció un poco de maíz tostado de aperitivo. Monsanto le informó, aunque bien hubiera podido no hacerlo, de que aquel maíz era maíz transgénico, lo mismo que la planta por la cual había trepado. Como el muchacho puso cara de no comprender, Monsanto explicó que eran plantas manipuladas genéticamente, es decir, a las cuales se les habían implantado genes extraños. Siempre según aquél tío tan alto, las plantas obtenidas eran más resistentes, toleraban mejor los herbicidas, desarrollaban su propio veneno contra los insectos y sus frutos duraban más sin apocharse, en fin, que eran superplantas que iban a solucionar el problema del hambre de la humanidad. Jo, se dijo el chaval, entonces esto hay que celebrarlo. Cuando el gigante le ofreció para probar una ensalada con bastante buen aspecto, omitió decirle -por si acaso le daba asco al pobre chico-, que en su nuevo genoma, las lechugas, por ejemplo, tenían genes de rata. El rapaz estuvo a punto de preguntarle si no afectaría a su estómago el veneno que la propia planta producía contra los insectos, pero tenía hambre, y lo olvidó. La ensalada no estaba mal, aunque un poco insípida. No, aquellos tomates no sabían como los que crecían en la huerta de la abuela. ¿Por qué no reparten ya las semillas mágicas por el mundo y eliminan de una vez el hambre?, inquirió. El gigante contestó que eso estaban haciendo, que vendían las semillas un 25% más caras que las normales, porque, al fin y al cabo, eran supersemillas, y que además las sometían a la tecnología Terminator, que consistía en la modificación de las semillas para hacerlas estériles y que no se pudiesen utilizar en una segunda siembra. Y es que, según Monsanto, la empresa debía ganar dinero también, qué narices, y algunos agricultores aprovechados querían guardarse semillas de reserva, por una tradición sin sentido. Son ustedes muy listos, dijo el chaval, y Monsanto contestó que sí, que después de pasar por sus manos hasta las vacas daban más leche, y que era una insensatez que el 70% de los consumidores suizos y alemanes, países que parecían modernos, boicoteasen sus productos. Toma, un recuerdo, dijo el gigante, y le dio un pin que representaba el arpa cantarina del ecosistema, y en el cual se leía, en letras rojas: "Somos altruistas". Después de estrechar su mano el chico descendió por la planta y cuando puso de nuevo los pies sobre la tierra, se encontró con su abuela, que avanzaba con paso decidido hacia el gran tronco, blandiendo una enorme hacha. ¿Qué vas a hacer con ese hacha, abuela?, dijo el niño. Voy a acabar con esta planta del demonio, contestó ella. Pero cuando iba a asestar el primer hachazo se oyó una voz firme que ordenaba: Deténgase señora, en nombre del progreso. La vieja y el chico miraron a su alrededor, y vieron que unos hombres clónicos vestidos de frac les apuntaban con boniatos transgénicos cargados. Moraleja: los cultivos transgénicos son verdes, del color del dólar. Hala, ahora todos a dormir.

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