Argumentos en llamas
Acabo de apagar el televisor después de ver saltar por los aires naves industriales por la explosión en cadena de unos tanques de propano almacenados en una de ellas. Han volado como pavesas unas 10 o 12 personas envueltas en llamas, todas ellas del bando de los malos, debido al pesquis de un policía que trataba de salvar a una testigo protegida por el Gobierno. Volaron también por los aires millones de dólares, lo cual le produjo al jefe de los malos un comprensible ataque de desesperación. Tras la explosión en cadena, la testigo (muy mona), el policía y el malo se vuelven a encontrar en una lucha cara a cara como si lo de antes no hubiera causado suficiente estrago. Al final, el policía liquidará al malo -que se había escudado en la testigo, el muy asqueroso- haciendo lo que tenía que haber hecho desde antes de empezar la película, es decir, pegándole un tiro. Pero ese tiro ha tardado en llegar una hora y media más los anuncios.Yo utilizo a menudo la televisión como relax porque, en general, como da imagen plana en el cerebro, me lo deja nuevo después de una jornada de trabajo; si no, no tendría noticia de estas películas tan impresionantes. Pero si las menciono es porque he empezado a repensar mi vieja afición al cine, la época de los programas dobles que le ocupaban a uno las horas de luz de una tarde y de cuyas salas de proyección salía, en palabras del sabio poeta Antonio Sarrión, con "los ojos ardiendo como faros". No niego que aquella fascinación procediera de la penuria de medios de representación de una época, pero no es menos cierto que la ilusión es siempre propia de cualquier época. Por eso me pregunto qué diablos está ocurriendo con buena parte del cine de ahora, un cine cuya característica más acusada es la de ser absolutamente previsible; lo cual le lleva, en buena lógica, a confundir la ilusión con una descarga de adrenalina.
Y he llegado a la conclusión de que la clave está en los héroes de las películas, que ya no son lo que eran. Los héroes de hoy han cambiado de manera radical; los héroes de hoy, admitámoslo, son unos inventos que se llaman en el argot cinematográfico efectos especiales.
Para los héroes se inventaban los argumentos, unas máquinas de peripecia llenas de situaciones en las que ellos se internaban hasta dar orden y sentido a la historia correspondiente, que cerraban siempre con un final adecuado. No se ahorraban emociones, pero tampoco se ahorraba coherencia. Un buen argumento tenía que responder a probados criterios de verosimilitud y credibilidad, tanto en el realismo más estricto como en la fantasía más exacerbada. Es una convención, un pacto que se cierra entre el cineasta y el espectador y cuyo resultado es el éxito. En cambio, ahora tengo a menudo la sensación de que el argumento es simplemente el tiempo que debe transcurrir entre dos deflagraciones espectaculares: eso que hay que meter entre ellas para que el espectador no se intoxique. Uno piensa en los grandes guionistas (en Ben Hetch, en Philip Yordan, en Borden Chase, en A. I. L. Diamond, en fin...) y se dice: "Menos mal que no tienen que trabajar en esto".
Los nuevos héroes -los efectos especiales- son lo que pide el público, dicen los nuevos y avispados ejecutivos de los estudios, pero no es verdad. Hay una verdad anterior a ésa. Una verdad que dice que los grandes directivos de los viejos estudios de Hollywood serían cualquier clase de tiburones o de canallas, buscarían a la desesperada resultados económicos ante todo, no lo niego, pero, además, les gustaba el cine. A los de ahora, en cambio, el cine parece traerles sin cuidado. Sus palos de ciego -o producciones cinematográficas, como las llaman ellos- son el resultado de la toma del poder por esta nueva especie de alimañas ignorantes para las que todo producto es, simplemente, un producto, es decir, algo cuyo único principio y fin es generar beneficios, tanto si se trata de películas como de órganos trasplantables. En otras palabras, su trabajo es un trabajo que se caracteriza por la exclusión de una cualidad: el amor al oficio, algo que poseen hasta los buenos delincuentes.
Dicen que el que juega con fuego se acaba quemando. Los buenos argumentos, los que encarrilaban las películas, son los primeros que están ardiendo; confiemos en que también acabe ardiendo un día la paciencia de los espectadores. Y los nuevos ejecutivos, en el infierno.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.