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El pasado

LUIS GARCÍA MONTERO Cuando la lluvia fría cae sobre el coche sometido a un atasco callejero, sale del motor un humo climatológico e inquietante, que se parece al desconsuelo de la nada y tiene un poco de todo, el aspecto de las averías más importantes, la fragilidad del vaho melancólico y la grandilocuencia de los efectos especiales de una película de vampiros. Siempre pensé que los viajes al pasado se hacen en coche, valiéndonos de los días de lluvia y de los atascos callejeros. Bajo el título Sueños de invierno, se ha celebrado en Granada un ciclo de mesas redondas y conciertos sobre la transición. El título es bueno, porque aquel deseo de libertad y rebeldía moral que animó las citas clandestinas, los carteles y las canciones no fue el sueño de una noche de verano, sino la respuesta a una época de paraguas, abrigos grises y rostros momificados en el blanco y negro de la televisión franquista. Supongo que las jornadas han servido para muy diferentes ilusiones, según los intereses y el estado actual de los protagonistas y del público. Habrá quien haya vuelto al pasado para seguir luchando, para recuperar un compromiso ético todavía necesario en la comedia impura de nuestra modernidad. Habrá quien haya asumido definitivamente su voz ronca de abuelo, evocando batallas tan lejanas como la guerra de Cuba o la defensa del Alcázar de Toledo. Y habrá quien haya recordado la transición para olvidarse de otras celebraciones, por ejemplo, los tres años de gobierno triunfal del PP. Cae la lluvia sobre el motor de la historia, que ya no parece ser la lucha de clases, y brota ese humo inquietante que reúne la fragilidad del vaho, la grandilocuencia de los efectos especiales y el malhumor de las averías. Las jornadas sobre la transición me dejaron el deseo de volver a oír las primeras canciones de Carlos Cano, algunas baladas antiguas de Miguel Ríos, la Estrella de Enrique Morente, los poemas de Rafael Alberti y Gabriel Celaya musicados por la guitarra desamparada y clásica de Paco Ibáñez. Pero los años, los cambios de vida y las mudanzas nos dan unas cosas y nos quitan otras. Vivir, además de un reto humano y de una obstinación biológica, es también el humilde trasiego de ir perdiendo discos, libros y números de teléfono. Sin pensarlo mucho, me lancé a la calle para rehacer el paisaje sentimental de mi discoteca, y acabé en El Corte Inglés. Quizás sea este un buen resumen de la transición española: sólo es posible recuperar la memoria histórica en la primera planta de El Corte Inglés. Al volver a casa, con mis canciones, el periódico y un paquete de cervezas, estaba tan pensativo que dejé el periódico en la nevera y me llevé las cervezas al estudio para echarles una ojeada. Resurrección, la mujer que lucha en las mañanas de los martes con mis desordenadas selvas domésticas, comentó muerta de risa al verme en tan extraña aventura: "Ay Luis, los años no perdonan". Estuve a punto de explicarle a Resu que no es cuestión de edad, que siempre fui un despistado, un verdadero despistado. Pero opté por morirme de risa con ella, por bromear sobre la vejez imprevista y por cantarle aquel poema de Gabriel Celaya: "La poesía es un arma cargada de futuro".

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