_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Frankenstein y la ruleta

Imaginemos que unos desalmados nos obligan a jugar a la ruleta rusa con un revólver. Su tambor contiene tres balas, de seis posibles. Nuestros captores nos proponen retirar una bala a cambio de dinero. ¿Cuánto pagaríamos? Concibamos ahora idéntico ofrecimiento suponiendo que el arma contiene sólo un proyectil. Retirar esa solitaria bala nos garantizará la supervivencia. La suma que estaríamos dispuestos a pagar en este caso, ¿sería mayor o menor que en el primero? Enfrentada a ese experimento intelectual -W.Kip Viscussi, un especialista americano en políticas de control de riesgo lo organizó hace años-, la gente se declara siempre dispuesta a pagar mucho más en el segundo caso, pues la retirada de la bala eliminará todo riesgo. Esa actitud choca, sin embargo, con la teoría tradicional de la decisión en situación de riesgo, según la cual nuestras elecciones atienden exclusivamente a lo que se nos ofrece, con independencia de todo lo demás. En los dos experimentos se nos ofrece la misma disminución de riesgo, a saber, rebajar en un sexto la probabilidad de morir. ¿No debiéramos estar dispuestos a pagar lo mismo en ambos casos? E incluso cuando nos ofrecen reducir de tres a dos el número de balas ¿no debiéramos acaso pagar más? Pues ¿de qué nos servirá el dinero si nos acaba tocando una de ellas?Pero en el mundo real, al adoptar decisiones que alteran nuestro nivel de riesgo, la gente toma en cuenta no sólo el aumento o disminución del riesgo, sino también las situaciones absolutas antes y después de la decisión. Por conseguir una tranquilidad absoluta -o lo que consideramos tal- estaremos dispuestos a pagar un sobreprecio. "La seguridad es lo primero", diremos. Ese "efecto-certeza" guarda estrecha relación con los recientes debates en España y en el resto de Europa sobre los alimentos "genéticamente modificados".

Esos nuevos cultivos (entre ellos, soja, maíz, o tomates con genes incorporados para repeler plagas, aumentar la resistencia a los herbicidas o prolongar la frescura) son vistos en Europa como una fuente de un riesgo hasta ahora inexistente. Pueden provocar la aparición de nuevos insectos o bacterias resistentes; y, a través de la polinización cruzada de plantas silvestres, transformar éstas en temibles invasoras, en perjuicio de un delicado equilibrio medioambiental nacido de la convivencia y lucha entre especies naturales durante millones de años. Se trata, se dice, de cultivos y alimentos artificiales tan potencialmente peligrosos como un monstruo -de ahí el término Frankenstein foods acuñado por los ecologistas británicos-; suscitan riesgos potenciales todavía desconocidos; y, en consecuencia, se dice, los poderes públicos deben prohibirlos en virtud del llamado "principio de precaución", sin aguardar a poseer pruebas irrefutables de que son nocivos.

No querría menospreciar aquí esos posibles riesgos. Pretendo destacar tan sólo que el marco conceptual del que parte la opinión pública en Europa condiciona su actitud sobre las modificaciones genéticas: si concebimos éstas de forma aislada, atendiendo tan sólo a sus potenciales riesgos, si las vemos como la solitaria bala que puede dar al traste con nuestra salud y con el medio ambiente, ¿seremos tan insensatos de no retirarla y seguir disfrutando de un tranquilo mundo de alimentos naturales o, todavía mejor, orgánicos? Pero ese enfoque no hace justicia a la complejidad del mundo en que vivimos, lleno de riesgos para la vida y el medio ambiente, a veces mucho más graves e ignorados. Además, la modificación genética de especies puede también entrañar ventajas inmediatas (disminución del uso de plaguicidas, aumento de rendimientos...), así como propiciar descubrimientos futuros todavía ignotos. De haberse extremado el rigor del "principio de precaución" el siglo pasado ¿conoceríamos hoy la electricidad? En suma ¿cómo conciliar el legítimo y moderno "principio de precaución" con el también respetable y clásico "principio de proporcionalidad"? Es un dilema complicado, que no admite respuestas simplistas.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_