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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las dos Españas

AUNQUE HACE algunas semanas que llueve en el norte, el otoño y el invierno están siendo muy secos en el resto de España, y ya se ha comenzado a tomar medidas en algunas zonas en previsión de la sequía probable. En la región Centro, que tiene reservas para dos años, el invierno actual está siendo el más seco desde 1913. En Cataluña se aprobará en breve un decreto para que regantes y eléctricas cedan agua a la red de suministro. Esto ocurre después de tres años de alta pluviosidad que siguieron a la fuerte sequía de la primera mitad de la década. El Gobierno intenta negociar con la oposición una reforma de la vigente Ley de Aguas, aprobada por los socialistas en 1985 y contra la que el PP presentó en su día un recurso ante el Tribunal Constitucional. La reforma aspira a evitar las guerras del agua entre comunidades y plantea la creación de un mercado del agua que permita transacciones, con determinadas garantías, entre concesionarios excedentarios y deficitarios.La ley de 1985 dejó sin derogar otra de principios de siglo sobre financiación de obras públicas e impuso la obligatoriedad de planificar la gestión del agua mediante la aprobación de planes para cada una de las grandes cuencas fluviales y un plan hidrológico nacional con rango de ley que regule la transferencia de agua de las cuencas donde sobra a las que carecen de ella. Este mandato legal se intentó llevar a cabo durante el último Gobierno socialista, que coincidió con la peor sequía del siglo -más de 11 millones de personas sufrieron restricciones-, lo que provocó una guerra por el agua entre distintas comunidades y en el seno de los propios partidos políticos, así como el rechazo del plan elaborado por José Borrell.

En 1996, nada más llegar el PP al Gobierno, el secretario de Estado de Aguas y Costas, Benigno Blanco, presentó un texto alternativo a la Ley de Aguas. Proponía, entre otras cosas, implantar contadores de agua en las parcelas de los regantes y acercar las tarifas a los costes reales. El texto fue rechazado por la mayor parte de los agentes sociales y se aparcó con la excusa de que se elaboraría un Libro Blanco del agua que sirviera para fijar posiciones. Al cabo de casi tres años, el Gobierno ha vuelto a sacar un proyecto de reforma mucho más pulido y ha tenido la precaución de entregárselo a la oposición para discutirlo y consensuarlo.

Es la primera vez que tiene ese gesto en toda la legislatura. La mayoría de los socialistas que defendieron el proyecto de Borrell cambiaría parte de su contenido ahora. Se ha modificado el marco agrícola europeo, y la durísima experiencia de la sequía última ha servido de lupa para destacar las deficiencias de la gestión del agua en España. Acabar con la idea del agua como un don gratuito es imprescindible para gestionar un recurso escaso en nuestro país, pero de ahí a sugerir que un mercado del agua o los "bancos hídricos" que se pusieron en marcha en California vayan a ser la panacea hay mucho trecho. Ni siquiera los liberales a ultranza que han inspirado esa idea creen que el mercado sea capaz de resolver el problema, tanto más cuanto en España comparten su uso agricultores que no interiorizan los costes de las grandes concesiones de agua heredadas de sus antepasados, potentes compañías hidroeléctricas y regadíos muy productivos en los que se han invertido miles de millones para dosificar el agua por goteo.

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El mejor mercado es el que menos resquicios deja a la arbitrariedad, donde todos los concurrentes conocen y respetan unas reglas de juego. El proyecto de reforma apunta detalles y recoge muchas de las inquietudes medioambientales asumidas hoy por la colectividad, pero no profundiza en reforzar los órganos de gestión -las confederaciones hidrográficas-, cuya estructura orgánica y plantillas se mantienen intactas desde principios de siglo. Sin dotaciones para actualizar los registros de los usuarios del agua, sin una policía o autoridad con medios suficientes para controlar el consumo y su devolución en buen estado al circuito hídrico, cualquier reforma corre el riesgo de caer en saco roto, a menos que sólo se pretenda abrir el paso a los oligopolios o a quien más pague por ella.

La experiencia muy reciente en Chile y Argentina sobre la liberalización a ultranza de recursos básicos como el agua o la electricidad señala el final de ese camino. Barrios enteros de sus capitales se han quedado sin suministro durante varias semanas a comienzos de este año porque los dueños de los embalses habían turbinado toda el agua almacenada a conveniencia de sus cuentas de resultados, en lugar de modular la producción de energía y las reservas de agua en función de todos los usuarios y las fases del ciclo hidrológico.

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