Amores que matan ANTONI PUIGVERD
Asistí el otro día a la presentación gerundense de la Fundación Territori i Paisatge que impulsa la Caixa de Catalunya. Se trata del proyecto catalán más importante en materia de conservación y gestión del territorio. Lo dirige Jordi Sargatal, líder en la lucha por la salvación de los últimos aiguamolls del Empordà y el más veterano de nuestros gestores ecologistas. Sargatal es un tipo que ha amado tanto los pájaros que ha terminado por parecer un gran pájaro risueño. Es sorprendente e interesante la alianza de un ecologista de talla con una entidad financiera que, aun siendo la más progre, está enraizada en el corazón del capitalismo local. Sargatal explicó los objetivos de la fundación, el más espectacular de los cuales es, al estilo del veterano National Trust inglés, la adquisición de fragmentos preciosos del territorio para salvarlos de las múltiples garras que lo acechan. Comprar país para salvarlo. Sorprendente y curioso fue comprobar asimismo que una política de sostenibilidad está siendo protagonizada, en Cataluña, no por el Gobierno con sus actos, ni por la oposición con sus propuestas, sino ¡por una entidad financiera! La fundación da cancha a expertos de primera línea como el ecólogo Ramon Folch, el discreto maestro de geógrafos Enric Lluch y el economista Joan Cals. Hay amores que matan. El amor convergente por la patria sabemos que es, en el plano teórico, un amor sin fisuras, obsesivo, monumental. En la práctica hemos podido comprobar que se trata de un amor al viejo estilo: "La maté porque era mía". Efectivamente: la costa ha sido aporreada casi tanto como lo fue durante Franco; mucha tierra quemada (incluso ya en el corazón del invierno); el asfalto avanza rampante; la construcción se expande como un cáncer y, a pesar de tener las competencias exclusivas, no hay política agraria (la consejería del ramo no es más que una agencia de tramitación de las subvenciones europeas). Hay amores que matan. Y hay silencios cómplices, como el de los partidos de la oposición, que no han presentado jamás una alternativa, no a problemas puntuales, sino globalmente al territorio, este territorio que tiene unos agricultores estupefactos, una línea costera sobresaturada, un interior que se despuebla y una montaña que puede convertirse en menos que canta un gallo en una nueva costa "brava" o "dorada" (¿por qué tendrán los desaguisados esta afición a los adjetivos horteras?). Maragall ha prometido incorporar a los grandes investigadores catalanes al estudio de las grandes líneas de acción de su gobierno. Cuando lo dijo, el verano pasado, insistió en la enorme paradoja de estos años pujolistas: el país dispone de grandes expertos en territorio (los ya citados, por ejemplo, o el ecólogo Margalef, que es un lujo asiático), pero no han sido convocados a definir las líneas maestras de la política territorial. Dicha política ha sido diseñada -es canción sabida- bajo el mezquino prisma del interés partidista. Las comarcas fueron articuladas en una época en la que el carro era todavía un medio de locomoción popular. Naturalmente, no han servido para afrontar las necesidades de la gestión territorial contemporánea. Frente al acomodado silencio opositor y a las bajadas por el amable tobogán del laisser faire convergente, el proyecto, ya en marcha, de la Fundación Territori i Paisatge parece el llanero solitario. Joan Cals, en la conferencia de presentación gerundense, habló de la necesidad de "refundar el mundo rural". El agricultor ya no puede ser sólo un productor de alimentos (en una Europa con muchos excedentes y con los vecinos sureños en imbatible competencia de precios). La sociedad necesita al agricultor, al mundo rural, para un papel mucho más decisivo e importante: jardinero del territorio. Si existiera de veras una política territorial, el agricultor estaría llamado a ser el garante de la calidad de la tierra, garante del patrimonio paisajístico y arbóreo. Sería, por lo tanto, pieza clave en la ecuación que interrelaciona, en nuestra vida contemporánea, el paisaje, el patrimonio arquitectónico, el turismo, el equilibrio ecológico y la agricultura. Si existiera de veras una política territorial, esto estaría ya en marcha. Joan Cals, con sus maneras suaves, como quien recita versos de líricos antiguos, lo dejó muy claro: "Tenemos el diagnóstico, tenemos las técnicas, pero no tenemos las políticas". ¿Puede darse -la pregunta es mía- una explicación más triste? "El territorio es el gran fracaso del progreso", dijo Cals. No hay duda de que lo saben los que mandan. El Gobierno de Pujol podría dar, si quisiera, una respuesta a las necesidades del territorio. Una respuesta avanzada e imaginativa para un país pequeño, fácil de pensar, aunque difícil de ordenar; un país que, por otro lado, siempre se vio a sí mismo como puntero e imaginativo. ¿Qué es, por lo tanto, lo que ha impedido a los gobiernos de CiU durante estos largos años dar un paso al frente y definir una política territorial (algo que parece bastante más urgente y prioritario que cambiar el color de los agentes de tráfico, del verde oliva al azulrojo)? ¿Lo ha impedido, quizás, el frenesí capitalista, inevitablemente destructor, que anida en el corazón derechista del importante sector burgués de CiU? ¡Ojalá fuera ésta la razón de la falta de política territorial!: los tópicos siempre consuelan. Es más probable que sean, simplemente, el miedo y la holgazanería. Miedo al potencial innovador del país. Prefieren la cola de ratón, controlada, nostálgica, quejica, a una cabeza de león desmelenada, incontrolable, bulliciosa. El potencial innovador que antaño se atribuía a Cataluña está siendo desde hace años frenado por un extraño -en el sentido de poco autóctono- sentido del orden politiquero. Históricamente fuimos un pueblo de iniciativas civiles. Ahora la iniciativa parece peligrosa. ¿A quién recuerda la nueva burocracia convergente sino a la vieja burocracia española? En comarcas (lo que antes se llamaba provincias) algunos altos funcionarios ladran para que nadie cabalgue sin permiso. Otros presentan una mansedumbre perfectamente irrelevante. Lo importante hay que tramitarlo en las direcciones generales barcelonesas. Miedo, pues. Y holgazanería: ¿saben el esfuerzo que costaría organizar el órdago de un gran proyecto territorial? Nada estorbaría más las siestas de la obediencia que un país patas arriba.
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