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Afinidades vaticanas

Josep Ramoneda

El Vaticano ha confirmado que intervino ante el Gobierno británico a favor de Pinochet. Un ejemplo de coherencia para los oportunistas que aplaudieron al dictador en 1973 y ahora se lavan las manos ante sus desventuras judiciales. Pinochet tuvo desde el primer momento el apoyo eclesiástico y Ángel Sodano, nuncio apostólico en Chile entre 1978 y 1988, es ahora el jefe del lobby pinochetista eclesiástico. La Iglesia siempre ha creído en la violencia purificadora y siempre ha sido respetuosa con aquellos dictadores que apelan a la religión como coartada y les garantizan privilegios en el control de la educación y en la definición de la moral colectiva. De todos es conocida la perfecta armonía en que franquismo y catolicismo vivieron durante 40 años. El propio Juan Pablo II viajó a Chile en 1988. Algún día habrá que estudiar esta peculiar sensibilidad del Papa con los dictadores en apuros. El reciente espectáculo de Fidel Castro y Juan Pablo II como dos boxeadores groggy tratando de sostenerse mutuamente en pie fue enternecedor. La violencia política tiene escasa legitimidad. En la cultura de posguerra la violencia era la vía de acceso a la heroicidad. La libertad había sido salvada con una guerra. La cultura de la violencia siempre es maniquea. La guerra fría fue un arquetipo. Desde uno y otro lado la violencia del adversario era atroz, y la propia el recurso inevitable para salvar los valores esenciales. La consolidación de la democracia como modelo referencial de organización política, el hundimiento del comunismo (y por tanto el fin del periodo de bipolarización política y mental), una cultura del bienestar que rechaza riesgos de inestabilidad y enfrentamiento, y, en los tiempos recientes, la repetida presencia de los crímenes de limpieza étnica en los medios de comunicación han ido erosionando el prestigio de la violencia. De modo que tiene creciente aceptación social la idea de que hay unos derechos humanos dignos de ser protegidos por encima de fronteras y soberanías. Al Vaticano parece tenerle sin cuidado. Dice el cardenal Sodano que la Iglesia "ha cumplido su deber": "Defender los derechos del hombre en cualquier área". Curiosa concepción vicaria de la justicia divina, que se preocupa de los derechos del violador y se desentiende de los violados. Por una vez que hay alguna posibilidad de que un dictador pague por sus crímenes, sale en su apoyo. Por razones humanitarias, por supuesto. Estuvieron con él, ¿por qué no echarle una mano ahora? El problema de las ideologías -religiosas o laicas- que llevan la verdad puesta es que sólo pueden asumir la tolerancia como una debilidad. Si yo tengo la verdad y la verdad hace libre, que es lo que afirma la doctrina, dispongo de coartada moral para imponer la verdad a los demás. De ahí la importancia del proceso de secularización que dejó a la Iglesia sin cañones. Cuando se le ha dado una oportunidad en forma de nacionalcatolicismo, la Iglesia siempre la ha aprovechado. Pienso, como Semprún en su último libro, que "la paz no es un bien supremo" (depende de qué paz) y la "vida no es un valor supremo". "La vida es sagrada de modo derivado, vicario: cuando garantiza la libertad, la autonomía, la dignidad del ser humano, que son valores superiores a los de la vida misma, en sí y por sí, en su nudez". Me parece, sin embargo, un paso adelante la pérdida de legitimidad social de la violencia. Es la mejor garantía de una conciencia crítica que nos proteja de cualquier uso abusivo de la violencia: desde la violencia de Estado hasta la violencia terrorista. El Vaticano sigue yendo en auxilio de los violentos. Vistas las afinidades electivas del Papa con ciertos dictadores no son de extrañar, por ejemplo, las exquisitas deferencias de sus funcionarios vascos con los presos terroristas. Elemental simetría del horror.

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