Reproches a Fernando de Rojas
Querido Fernando: alguna vez llegué a hacerme ilusiones respecto al boato con que la España de este final del siglo XX celebraría el Quinto Centenario de la aparición de tu Celestina en aquellos finales del siglo XV. Cuando, iniciado el año, veo tan pocas previsiones para conmemorar tu obra, he tenido un primer conato de reacción agresiva contra los cultos oficiales y los políticos que, infieles a su costumbre de solemnizarse con motivo de fastos de esta índole, parecen algo distraídos en tu caso. Pero en un afán de ser objetivo, Fernando de Rojas, antes de arremeter contra nadie, palpo mis ropas y las tuyas, y creo sinceramente que tienes algo merecido el discreto olvido que siempre has padecido y que ahora amenaza con consolidarse.La verdad, amigo, es que has puesto difícil una conmemoración al uso. O sea, con homenajes, elogios y citas. Empezaste a liar el asunto con la gracia aquella de que no eras el autor de toda la obra; que si el acto primero te lo habías encontrado en unos papeles que circulaban huérfanos por Salamanca, aunque, eso sí, muy completito él, muy bien escrito, y conteniendo la semilla exacta de todo el desarrollo de la obra. Si ahora hubiese voluntad de celebrarte por todo lo alto, ¿cómo lo hacemos? ¿Te conmemoramos a ti casi todo el año y dedicamos, por ejemplo, un par de meses al autor desconocido? Seguiste enredando el asunto desde el comienzo. Sacas en 1499 una obra maestra en dieciséis actos; el libro cosecha éxitos fulminantes (en dos años, tres ediciones en tres ciudades distintas) y al poco tiempo (¿1500, 1502?) lo reformas ampliándolo a veintiún actos, manteniendo y aun mejorando la calidad inicial. Entonces, ¿cómo celebramos aquello? ¿Festejamos ahora los quinientos años del éxito inicial y reservamos fuerzas y elogios para el 2000 o para el 2002? Súmale, amigo, que presentas la obra en un número inhabitual de actos (claro, como a ti parece que te daban igual acto y escena), con lo que algunos aventurados resbalan pensando que tales particiones equivalen a capítulos y afirman que estamos ante una novela... O sea, ¿qué conmemoramos ahora? ¿La primera obra del teatro español o la primera novela de nuestro ámbito y aun del europeo? Y a los que lo sabemos teatro nos abres nueva duda por tus vacilaciones en llamar a tu libro Comedia y luego Tragicomedia. A los profesionales de las conmemoraciones, Fernando, les gustan las cosas más claritas y tú has prodigado ambigüedad y oscuridades, cuando no tomaduras de pelo.
Hay otra circunstancia, Fernando, que tampoco te favorece. Aquí ya echamos el resto en 1992 conmemorando los quinientos años del Descubrimiento de América (en un alarde de eufemismo lo rebautizamos como Encuentro de Culturas; la pena es que a los que en su día protagonizaron el evento nadie les avisó de que iban en misión cultural y tiraron de espada de lo lindo). Celebramos por todo lo alto, ya te digo, el Quinto Centenario aquel que, como bien sufriste, coincidía con la expulsión de los judíos, asunto sobre el que pasamos como gato sobre brasas (era difícil bautizarlo con un eufemismo aquietante) y ahora, si apostamos por conmemorar tus quinientos años de autoría, topamos obligadamente y sin posible disimulo con tu genealogía judaica, y a partir de ahí, con inevitables interpretaciones sobre tu inquietante modo de estar en aquella sociedad: tolerado, pero bajo estrecha vigilancia; dentro, pero marginado y, en consecuencia, resentido fustigador de aquella sociedad. Topamos con tus heterodoxias de pensamiento, que en nada armonizan con la tendencia al pensamiento único y plano que por aquí se prodiga. Lo has puesto difícil, reconócelo. Te salió una de esas obras, tan escasas en la literatura española, en que un escritor opera en cirujano y, lo que es más grave, sin doblarse en anestesista. Diste en viviseccionar las entrañas de aquel complejo social y pusiste en la picota al tan hispánico ejemplar del señorito, rico de cuna, flojo de pene, que no da palo al agua y tiene como único empeño encamar mozas; denunciantes, como pocos han hecho, el omnímodo poder del dinero para corromper conductas y, al tiempo, paseaste por tus páginas las honradas figuras de unas respetables rameras que viven limpiamente de su oficio y, para dificultar aún más las cosas, convertirste en eje de tu obra a una gran alcahueta, componedora de virgos y de conciencias, que con la misma fe invoca a Dios y al diablo, y que por allí pasea su cara acuchillada y su espíritu no menos arpado, sin conseguir ni por esas afear su condición de la puta más hermosa de nuestra historia literaria.
Fernando, reconócelo, no es así como se fabrica un best seller para una sociedad acomodada. Para una España que va bien. Y tampoco te costaba tanto haber dado cabida a algunas concesiones a las que ahora pudieran agarrarse políticos y cultos oficiales. Pudiste asimilar unas lecciones básicas de lo que ya en la época era políticamente correcto (bien a mano tenías a Juan del Enzina) y no estarías ahora condenado a la grandeza de una genialidad esquinada y marginal. ¿A qué aspiras, Fernando? ¿Pretendes acaso que los políticos adornen sus discursos con citas de tu obra? ¿Con cuáles? ¿Con las porradas de Sempronio, las proclamas subversivas de Areúsa, los apartes salvajes de los criados, las exhibiciones egoístas de Calixto, los apuntes certeros y cortantes de la vieja, los quejidos sin Dios de Pleberio? ¿Por qué no aflojaste un poco el rigor de tu testimonio? ¿Por qué no endulzaste el amargor de tu mirada? ¿Por qué, cuando debíamos estar dados al gozo de tu conmemoración, nos dejaste a tus admiradores in hac lachrymarum valle?
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