Emilio Lledó en Barcelona
MANUEL CRUZ Interviene esta tarde en Barcelona, inaugurando el ciclo Les ciutats tenen idees, Emilio Lledó. Sería manifiestamente improcedente decir que regresa a nuestra ciudad. Mal puede regresar aquél que nunca se fue. Desde un punto de vista administrativo, Emilio Lledó ocupó la cátedra de Historia de la Filosofía en la Universidad de Barcelona durante 11 años, de 1967 a 1978. Estos 11 años fueron muy importantes para él, que vivió aquí momentos de plenitud, de profunda alegría, pero también de extraordinario dolor. Años también de enorme intensidad desde el punto de vista colectivo, ciudadano. Ese tiempo en el que fue profesor en Barcelona constituye un punto de referencia inesquivable para la comprensión de nuestra historia reciente. Mejor enunciarlo de esta manera que intentar una, por lo demás imposible, relación de todo lo que supuso su presencia entre nosotros. Para las sucesivas generaciones de alumnos que durante esos años tuvieron la fortuna de coincidir con él, de aprender con y de él, su figura ha permanecido como una de las impresiones formativas más duraderas del paso por la Universidad. Pero ello es así precisamente porque las enseñanzas de Emilio Lledó -la lección de Lledó, bien pudiera decirse- trascienden una particular coyuntura política o una concreta circunstancia histórica, por importante que ésta sea. Y la de aquellos años, por cierto, lo era: toda la Universidad española, y la de Barcelona en particular, reflejaba y tomaba parte en la batalla política e ideológica por las libertades. Al propio tiempo, la Universidad tenía pendiente la tarea de reflexionar sobre su estructura y sobre sus relaciones con la sociedad, así como la necesidad de dar entrada a las nuevas corrientes de pensamiento, silenciadas por la cultura oficial. Emilio Lledó se empeñó con entusiasmo y pasión en todos esos frentes. Él mismo lo ha comentado: "A pesar de los años amargos que la Universidad vivió, entre la pobre ceguera y el abandono, por los patios del hermoso edificio de Elias Rogent circulaban la vida y la esperanza". Aquellos años pasaron, y sus amarguras también (aunque vinieron otras), pero la palabra de Lledó ha continuado siendo palabra fértil. Sus enseñanzas -ahora estamos en condiciones de verlo bien- provienen tanto de lo que ha hecho como de lo que se ha negado, tajantemente, a hacer; de lo que él mismo ha llevado a cabo y de lo que ha alentado a que realizaran otros. Probablemente sea ése uno de los orgullos más legítimos del filósofo: saber que no pensó, sintió y actuó en vano. Acaso esa actitud se merezca, como pocas, la vieja y noble palabra compromiso. Con el pensamiento, con el mundo. Compromiso por el que -habrá que decirlo, siquiera sea una sola vez- en algún momento Emilio Lledó ha tenido que pagar un alto precio. En todo caso, no hay en la presente evocación la más mínima sombra de pasadismo, y menos aún de nostalgia -de esa dulzona y engañosa añoranza de unos presuntos buenos tiempos perdidos-. Hay, eso sí, memoria. Alguien escribió que la memoria es "ese don que nos consiente tener reunida nuestra vida", y llevaba casi toda la razón. Y digo "casi" porque la memoria, además de tener reunida nuestra vida -lo que no es poco-, la tiene ordenada. La memoria es, nadie lo ignora, fundamentalmente cualitativa: subraya acontecimientos, momentos, personas que nos han hecho ser quienes somos y que han hecho de nuestro mundo lo que ahora es. Lledó, en un sentido propio y fuerte, forma parte de nuestra memoria, pero no sólo porque esté instalado entre nuestros mejores recuerdos, sino por algo infinitamente más importante: porque ha contribuido, de manera decisiva, a darles sentido.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y coordinador del ciclo Les ciutats tenen idees.
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