¿Qué paz?
Siempre he considerado como la antonomasia de lo ineficaz la queja de aquella señora, amiga de mi madre, a la que un fin de semana le desvalijaron la casa: "¡Menudos ladrones!", lamentaba indignada la buena mujer: "Porque eso es lo que son, ¡unos ladrones!". Insistía en el calificativo descalificador como si los propios aludidos, al darse cuenta de su verdadera condición, fuesen a quedar anonadados por la vergüenza. He recordado estos días a aquella ingenua dama al oír deplorar a líderes políticos y comentaristas varios lo muy nacionalistas que están resultando ser los nacionalistas vascos: "¡Menudos nacionalistas! ¡Lo que son es unos nacionalistas de tomo y lomo!".Pues sí, francamente. Hay nacionalistas vascos sumamente nacionalistas, y no creo que enronquecer gritando a los cuatro vientos tan gran verdad vaya a producirles demasiado bochorno (aunque cuando se le llama "nacionalista" a un nacionalista no suele responder "¡sí señor, más que nadie!", como si se dijera que es "honrado" o "sincero", sino "¡pues anda que tú!", como si le tachase de algo dudosamente recomendable). Tampoco esta constatación encierra ninguna novedad. El devenir político del País Vasco va confirmando lo que algunos malpensados sosteníamos desde hace tiempo: la identidad de fines y concepción del mundo entre gran parte de los nacionalistas pacíficos y los violentos, la dificultad de conciliar los derechos étnicos del pueblo y los derechos individuales de los ciudadanos, la interpretación del pacto de Estella en clave de más nacionalismo y no de más democracia, la creación de un explícito frente nacionalista como requisito previo de la tregua de ETA mientras se denunciaba enérgicamente la tentación frentista, la vocación imperial (es decir, territorial) del nacionalismo que se presenta como meramente "defensivo" y cultural, el proyecto de crear una mayoría política de iure -ya que no se lograba la social de facto- que no deje a los no nacionalistas más opciones que la conversión, la resignación silenciosa o el discreto y voluntario exilio. Es un caso en que no era difícil acertar ni le produce a uno ninguna satisfacción haber acertado.
Todos los síntomas apuntan desdichadamente en la misma dirección. ¿Es una provocación nombrar a Josu Ternera miembro de la Comisión parlamentaria de Derechos Humanos? En todo caso será una provocación pedagógica (no olvidemos que también el terrorismo aspira ante todo a la docencia: la letra, con sangre entra). La lección es ésta: "No sólo tenéis que aceptar a este señor como un político más hoy, sino acostumbraros a irle obedeciendo en el futuro. ¿No llegó Eamon de Valera a presidente de Irlanda? ¿No pasó Menájem Beguin de terrorista a líder de Israel? Ése es el camino de la paz definitiva. Además, los derechos humanos de los que aquí va a tratarse son los de nuestro pueblo, no los vuestros". Después del penoso episodio del Parlamento de Vitoria, que dejó claro cuál es el único frente que existe en Euskadi así como también sus insuficiencias, el lehendakari Ibarretxe hizo unas declaraciones genéricas diciendo que todos los partidos estaban decepcionando a la sociedad, etcétera. Al día siguiente, Deia le reconvenía con amable firmeza: bien está la magnanimidad, pero Ibarretxe no debe olvidar que pertenece a un partido y que ha sido elegido para llevar a cabo lo acordado en Lizarra, de modo que las culpas no pueden repartirse por igual ni todos merecen la misma regañina. ¡A ver si este buen señor se cree de veras que ser lehendakari de todos los vascos implica respetar imparcialmente todas las opciones políticas! Primer aviso.
Bueno, pues "así está el tema" -como diría Gomaespuma- y no parece demasiado fructuoso perder el tiempo deplorando con grandes aspavientos el nacionalismo de los nacionalistas. De lo que se trata más bien es de hacer política sin complejos, lo cual excluye que los partidos constitucionalistas pongan el piloto automático y se limiten a intentar fastidiarse unos a otros en cualquier momento y ocasión, con el pretexto de evitar un frentismo que los nacionalistas no sólo no evitan, sino que buscan con entusiasmo. A este fin de poca utilidad les serán recomendaciones como la del Foro de Madrid, que envía una carta a Aznar y a Borrell en la que se subraya que "una cultura política que busque directa o indirectamente reconocer la existencia política de legítimo adversario sólo como derrotado o como excluido no puede ni construir ni mantener un proceso de paz". ¿No hubiera sido mejor ampliar esa sabia recomendación también a Arzalluz y a Otegi? El mismo Foro se muestra perplejo "ante el principio de unidad como valor supremo a imponer en el debate político". ¡Qué interesante hubiera sido enviar por escrito cogitación tan profunda a los partidarios a ultranza de la territorialidad y a quienes afirman la existencia de Euskal Herria como nación única, confundiendo la comunidad étnica o cultural con la comunidad política! Ante estas distracciones uno no puede por menos de recordar melancólicamente que el balance ético-político a fin de siglo de ciertos intelectuales de izquierda -ampliamente representados en el Foro de Madrid- es el de haber apoyado bienintencionadamente la mitad de los crímenes y todos los errores...
En el mismo documento encontramos otro apotegma memorable: "La paz no es sólo la ausencia de violencia". Pues bien, ¿qué es entonces la paz? ¿La armónica convivencia de todos los ciudadanos de la CAV, de Navarra y del resto de España? Pero esa armonía no implica ausencia de proyectos políticos distintos y hasta incompatibles: lo que excluye es el propósito de imponerlos por la fuerza. ¿Por qué se llama "inmovilismo" a que el Gobierno y los partidos constitucionalistas mantengan sus posturas políticas, mientras que se considera avanzar por el sendero de la paz a que los nacionalistas se reafirmen cada vez más en las suyas? Ni querer la paz es querer más nacionalismo ni moverse hacia la paz consiste en avanzar hacia las metas nacionalistas. Dado que las víctimas del terrorismo han sido en número mayoritariamente abrumador no nacionalistas, el camino lógico que aleja de la violencia debe ser el que hace concesiones al no nacionalismo y no al revés. La paz no consiste en que todo el mundo esté de acuerdo, sino en que estén en desacuerdo sin matarse.
En un debate televisado, un nacionalista me dijo que el objetivo es lograr una Euskadi en que todos nos encontremos a gusto. O sea, pensé yo, la que ya tenemos... ¡menos ETA! Creo que muchos no nacionalistas comparten mi estoicismo: pese a los veinte años de hegemonía nacionalista, pese a que todos los signos vascos deban tener el nihil obstat del PNV, pese a Euskal Telebista, pese a que en las fiestas de mi pueblo todo haya de estar empapelado con carteles agresivos, pese a las manipulaciones educativas y a la utilización del euskera como arma arrojadiza, pese a todos los pesares, con tal de que no nos maten y nos dejen hablar y votar como queramos, estamos razonablemente a gusto en Euskadi. Incluso creemos que iremos logrando cada vez mayor pluralismo social... si nos permiten intentarlo. Lo curioso e inquietante es que los descontentos parecen ser quienes más motivos deberían tener para estar satisfechos de la situación actual.
Los nacionalistas tienen derecho a serlo y a actuar en consecuencia, faltaría más. Como el principio de un hombre igual un voto no les resulta suficientemente favorable, pueden intentar agenciarse una mayoría política virtual por medio de un parlamento de electos municipales; si eso les falla, les sugiero que prueben con una asamblea de aizkolaris... o de curas. Y es muy de agradecer que admitan en su proyecto a todo el que quiera sumarse a él: en reciprocidad, también el Foro Ermua debe estar abierto a Egibar y Otegi con tal de que asuman sus principios (que incluyen, desde luego, la persecución de los crímenes del GAL y la indignación ante la reincorporación a sus puestos oficiales de quienes han sido condenados por torturas). Y luego que la brega política leal decida el camino más viable de lo menos malo.
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