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49º FESTIVAL DE BERLÍN

Bertrand Tavernier logra la perfección en un sobrecogedor y explosivo poema pedagógico

Un pequeño gran filme turco ahonda con coraje en el exterminio del pueblo kurdo

ENVIADO ESPECIALNo se había oído en esta Berlinale un silencio tan intenso como el que creó Ça commence aujourd'hui, donde Bernard Tavernier, que lleva rozando la perfección muchos años, entra de lleno en ella con un poema pedagógico de estremecedora belleza y con fuerza metafórica explosiva respecto de las sociedades occidentales. La acogida a su hermoso filme fue ayer un clamor que, sin embargo, no hizo olvidar Viaje al sol, buen filme turco de la directora Yesim Ustaoglu, que por las rendijas de la censura nos abre el horror del exterminio del pueblo kurdo.

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Se decía con fundamento, a la salida de la proyección de Ça commence aujourd'hui, tras la explosión de entusiasmo que siguió a su final, que se tuvo allí la sensación de haber asistido al estreno de una obra de la plenitud de John Ford, Jean Renoir o Howard Hawks, genios clásicos con quienes el cine -el prodigioso cine libre, expansivo y contagioso que hay en el filme- conserva el lazo de un delicado cordón umbilical. Y esta condición de cine de siempre, de monumento clásico, la alcanza sin por ello dejar de ser cine eminentemente moderno, altamente evolucionado, como pone de manifiesto la asombrosa agilidad de la cámara dentro de un pequeño escenario donde raramente hay menos de 10, 20 o 30 intérpretes simultáneamente, y ni un gesto de ninguno de ellos se escapa a su mirada. Dificultad extrema resuelta con sencillez más extrema aún. Se ve y no se cree tal despliegue de maestría. Obliga a frotarse los ojos para limpiarlos de legañas de incredulidad. El relato es un tejido transparente, pero de gran densidad, y ni uno solo de sus hilos se nos pierde o se queda descolgado arbitrariamente en una hilacha.Lo que Ça commence aujourd'hui cuenta, en borbotones de imágenes y palabras engarzadas con precisión algebraica, no se puede contar de viva voz. Sólo cabe decir vaguedades orientativas como ésta: relata la vida cotidiana y la tarea diaria dentro de las paredes de una guardería preescolar pública, situada en una destartalada urbanización de casas prefabricadas de los alrededores de Valenciennes, habitada por familias obreras, muchas de ellas en el paro tras el cierre de las minas y las fábricas de la ciudad. Es una barriada verídica, como centenares de otras en Francia, miles en Europa y miles de miles en Occidente. Una pieza más del enorme puzzle que dispersa y atomiza la explosiva e hiriente situación de las clases sociales pobres en la encerrona de las sociedades llamadas ricas, donde cada día son más los desposeídos y menos los poseedores.

Entre las paredes de una guardería infantil, donde un puñado de apasionados pedagogos y asistentes sociales enseña sus primeras palabras, sus primeros gestos y sus primeros pasos en el conocimiento del mundo y de sí mismos a los hijos más pequeños de familias que se limitan a sobrevivir, náufragos en medio de la abundancia, Bertrand Tavernier nos abre de par en par el acceso al último escalón del polvorín humano en que se está convirtiendo Francia y, con ella, todo Occidente. Tavernier y sus actores riman en ese angosto escenario nuclear un estremecedor poema pedagógico, en el que de pronto emerge a la superficie una metáfora bellísima pero aterradora, que va más allá de lo que entendemos por realidad y se instala en un estadio más hondo, el de la verdad, el de la realidad iluminada y desentrañada.

Es la metáfora del movedizo subsuelo sobre el que levanta los cimientos de sus rascacielos de naipes el optimismo de los laboratorios políticos y financieros que están organizando una sociedad ferozmente injusta, que se tambalea en su itinerario suicida, sin percatarse de ello. La nitidez documental -el relato es totalmente verídico- del filme asombra, tanto porque se masca en él la convicción como porque la mayor parte de los intérpretes hacen en la vida lo que nos hacen vivir en la pantalla. La fusión entre lo buscado y lo encontrado, es decir, entre rito escénico y verdad no escenificada, es absoluta, por lo que el filme pertenece -sin adjetivación, sino de forma sustantiva- al ramillete de las obras maestras del cine moderno.

El filme turco Viaje al sol no es una obra maestra, pero tiene calidad y excepcionalidad. Su directora, Yesim Ustaoglu, logra un magnífico arranque lírico en las calles de Estambul, al que sigue una zona central deficiente, que en la media hora final se convierte en una subida casi recta hacia la belleza y el compromiso absolutos: un viaje sin apenas palabras, mediante poderosas elipsis sugeridoras, al territorio del exterminio del pueblo kurdo, tiempo cinematográfico que está entre lo más refinado y comprometido que se ha visto aquí hasta ahora.

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