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La Universidad de final de siglo

Joan Subirats

JOAN SUBIRATS En las últimas semanas, la combinación de noticias sobre problemas en el acceso a la función docente, de claustros que aprueban declaraciones grandilocuentes y cualquier otro suceso ha servido a algunos (incluso a ciertos profesores que deberían poseer más elementos de juicio sobre el tema del que hablan) para desencadenar apresuradas evaluaciones que pretenden poner de relieve el supuesto lamentable estado de una Universidad que, en su opinión, va de mal en peor. Cada uno puede escoger las lentes analíticas que prefiera, y es bien sabido que sobre unas mismas evidencias todos somos capaces de argumentar cosas bien distintas. Pero al menos partamos de evidencias, y no de simples emociones o de la añoranza por una Universidad que al menos yo, que nunca he sido de la tuna, no he vivido ni me gustaría revivir. 1. La Universidad española ha experimentado en los últimos años una transformación tan extraordinaria que si siempre ha sido difícil hablar en general de "la Universidad", hoy resulta casi imposible. Cuando en un país hay más de 1,5 millones de estudiantes universitarios y casi sesenta universidades públicas, la generalización resulta casi un insulto a la inteligencia. No creo que nadie pueda hablar de las universidades públicas norteamericanas para referirse al mismo tiempo a la Universidad de California-Berkeley y a la de Little Rock. Sin que haya mediado clasificación oficial alguna, lo cierto es que todos sabemos que en España hay universidades donde se enseña y se investiga a un nivel homologable al de cualquier buena universidad europea, y tenemos también otras universidades donde se hace lo que se puede. En el caso de las tres grandes universidades catalanas, entre 1988 y la actualidad los recursos derivados de la investigación básica y aplicada han aumentado en un 500%, y son esas mismas universidades las que en España más estudiantes europeos reciben. Pero, asimismo, esas cifras no reflejan la enorme diversidad que se da en el interior de cada universidad e incluso de cada departamento universitario. Como decía un antiguo rector de Harvard, "una universidad es un conjunto de edificios sólo conectados por la calefacción central", y como es sabido, en ninguna de nuestras universidades existe tal tipo de centralización calefactora. 2. El problema del reclutamiento de nuevos profesores no se resuelve volviendo a las viejas fórmulas de tribunales conformados estrictamente al azar que lleven a cabo las pruebas de selección en Madrid para evitar procesos de endogamia. Como decía recientemente el profesor Solé Parellada, si cada universidad y cada departamento tuviera que rendir cuentas de sus resultados docentes e investigadores, y si su dotación presupuestaria variara con relación a esos resultados, ya se preocuparía de reclutar a los aspirantes que más pudieran contribuir a mejorar el rendimiento colectivo. La vía experimental de los contratos programa auspiciada por el Comisionado de Universidades y por algunas universidades catalanas, contrato en el que se fijan los compromisos de rendimiento de cada universidad (e incluso de cada departamento o unidad) y se relacionan esos resultados con las dotaciones presupuestarias futuras, podría, de aplicarse seriamente, servir de ejemplo de lo que decimos. Otra cosa que debería plantearse es cuál es el valor añadido de mantener el sistema de función pública en el ejercicio de la docencia e investigación, con las rigideces que ello genera en la movilidad y en la adecuación entre rendimiento académico e investigador y condiciones de trabajo. 3. Es absurdo rasgarse las vestiduras por las decisiones de un claustro universitario. Un día pueden aprobar declarar persona no grata a cualquiera, pero es que el día anterior decidieron acabar con cualquier rastro de mercado en el campus, o pueden, como hizo la Universidad Complutense hace unos años, conceder la medalla de oro de la universidad a Sadam Husein. Ninguna de esas decisiones me parece descabellada, ya que expresa el sentimiento de una asamblea que circunstancialmente decide que el mundo no le gusta tal como está organizado. El problema está, en todo caso, en confundir esa asamblea con el máximo órgano de gobierno real de una universidad. Y no hay un solo universitario que tenga tal confusión. Otra cosa es que ello sea satisfactorio. Confundir participación y autonomía con la situación actual es lo que resulta patético. Como patético es que el sistema parece que haya sido planteado para evitar la posibilidad de gobernar y atribuir responsabilidades. Autonomía debería ser sinónimo de capacidad de gobierno y de decidir una estrategia propia, pero también debería significar obligación de rendir cuentas y de contrastar responsabilidades, y en ello debería trabajarse sin más dilación. El cambio en la Universidad pasa por generalizar menos y concretar más a cada nivel. Exigiendo responsabilidades, pero contando con los propios profesionales. Sólo así podremos evitar hablar de universidades en abstracto y de añoranzas caducas, y hablaremos más de proyectos y de resultados.

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