Las casas se caen
Puede volver a pasar cualquier día. Puede ocurrir, por cuarta o quinta vez en media docena de años, que un indómito trozo de cornisa se aplaste sobre el cráneo de un peatón cualquiera. Una turista alemana, una madre que acababa de dejar en el colegio a su hijo y algún otro cuya circunstancia no recuerdo pasaron por ello. Ha habido heridos, incluso muertos. No es una historia del siglo XIX, sino de hoy. Y no pasa en la Conchinchina, sino en Barcelona. Uí. En una Barcelona guapísima, repintada tras el lifting olímpico y de prestigio turístico en pleno auge. En la Barcelona de las mil campañas y estrategias (posa"t guapa, la ciutat que volem, la ciutat del coneixement) resulta que las casas se caen. ¿Mucha fachada y poca sustancia? ¿Mucha apariencia sin consistencia? ¿Mucha buena voluntad y también mucha mala suerte? ¿Acaso un puñado de madrileños infiltrados se dedican a reventar el festival de nuestra complacencia? ¿Se trata de un ataque fugaz, un mal de ojo circunstancial, una conjunción planetaria pasajera la que aúpa esta dura realidad ante la que preferimos taparnos los ojos? En Pedralbes, calle del Doctor Ferran para más señas, barrio de ricos para ser precisos, hace al menos un mes que yacen en la acera, acordonados cuidadosamente por la guardia urbana (no vaya a ser que alcancen a un niño, por Dios), unos cascotes desprendidos de una casa que no tendrá más de 10 años. Insisto para que conste: cascotes, vallas y desidia seguían ahí el 5 de febrero, impertérritos tras un mes de exhibición y de que el asunto fuera aireado en la prensa. Es decir, que las casas de Barcelona se caen y aquí, incluida la autoridad competente, nadie se da por enterado. ¿O es que nos abochorna tanto la historia que, como colectivo, hemos decidido cubrirla con un piadoso manto de silencio? Las casas se caen y miramos hacia otro lado, hacia esa estupenda publicidad, por ejemplo, en la que un bebé precioso que duerme nos hace soñar con el silencio en la ciutat que volem. Las casas se caen, sí, ¿y qué? que diría el modernísimo, lo que importa es conectarse a la red. Menos mal que aquí no tenemos terremotos. Porque el asunto, ya he dicho, es de la época de Matusalén, es decir, de antes de que todo fuera global e instantáneo. Así que cabría concluir que el hecho de que algunas casas revienten a trozos no sólo forma parte de "nuestra manera de ser", expresión joseantoniana donde las haya, sino que incluso nos gusta: un poco de "suspense" en el oasis nunca viene mal. Pero, ¿acabaremos algún día como los damnificados del Mitch? No pretendo aguar la fiesta a nadie, pero me preocupa que mientras negociamos con Hollywood para que Bruce Willis hable en catalán o mientras preparamos el mayor festival cultural del siglo próximo se nos caigan las casas. Las cosas no van a mejorar solas. Para colmo, hoy he leído en algún sitio que los albañiles, paletas o yeseros son ya un producto de importación, casi un lujo asiático: nuestra mano de obra debe ser ya toda de alta tecnología, tal como corresponde a nuestro prestigio universal. No culpo a las autoridades de que haya paro pero los albañiles nos cuesten un ojo de la cara. Y mucho menos diré que tengan algo que ver en que las casas se caigan porque lo único que se les ocurrirá será subirnos los impuestos, lo cual, a su vez, sólo conseguirá que la gente descuide más sus casas. No culpo siquiera a los constructores, tan atareados en adaptarse a la unidad monetaria. Sólo constato algo elemental: mientras paseamos por Internet, Hollywood o Laberint d"ombres, las casas se nos vienen abajo: la realidad ha dejado de interesarnos.
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