Jordania, sin Hussein
CON LA desaparición del rey Hussein de Jordania, cuyo corazón dejó de latir ayer en la clínica de su nombre en Ammán tras varios días de agonía, se abre una nueva e incierta etapa en un país clave en Oriente Próximo, una de las zonas más convulsas del mundo, y que a partir de ahora ya no podrá contar con el aval de la fuerte personalidad de quien ha regido los destinos de Jordania durante casi cuarenta y siete años. La herencia recibida por el ya rey Abdalá, de 37 años, hijo primogénito del rey fallecido y fruto de su segundo matrimonio con la princesa Muna, no es ciertamente liviana. Su reinado se inaugura en una Jordania debilitada política y económicamente y con el grave condicionante de un proceso de paz árabe-israelí sumido en una profunda crisis. Consciente seguramente de ello, el nuevo monarca ha querido transmitir en sus primeras palabras un doble mensaje: uno interno, apelando a la unidad nacional, dirigido al pueblo jordano, y otro externo, prometiendo continuidad y fidelidad al legado de su padre, destinado a la comunidad internacional.
Pero es inevitable preguntarse si el nuevo rey, en unas circunstancias distintas pero no más fáciles que las que tuvo que afrontar su padre en las distintas etapas de su largo reinado, será capaz de llenar el vacío dejado por su muerte. En reconocimiento al papel desempeñado por Hussein en el complicado tablero de la política árabe, más de cuarenta dirigentes extranjeros, con el presidente Clinton a la cabeza, se darán cita hoy en Ammán para asistir a sus funerales.
En el ámbito interno, en el que el rey Hussein consiguió cierto equilibrio entre el sistema de palacio, de fuerte estructura militar, y determinadas formas de participación popular, a su sucesor no parece quedarle otra salida que democratizar la teóricamente monarquía constitucional existente en Jordania, lo que implica entregar al Parlamento los poderes que le son propios y reconocer la legitimidad de la oposición política y la plena libertad de prensa. Sólo la personalidad de su padre y el papel histórico que le tocó desempeñar en la consolidación del Estado jordano, transformando un país artificial, dividido y políticamente frágil en otro más o menos unido y gobernable, explican el carácter personalista de la monarquía jordana y sus carencias democráticas, aunque infinitamente más benignas que las de las tiranías vecinas. Es posible que esa etapa haya concluido y que a su hijo y sucesor le corresponda gobernar de otra manera.
Pero es quizá en el ámbito externo donde el nuevo monarca encara los retos más fuertes y también los peligros. En cada uno de sus cuatro puntos cardinales, Jordania se enfrenta a una crisis. Apenas muerto Hussein, los vecinos de Jordania ya se acusan mutuamente de querer aprovecharse de su desaparición. Israel acusa a Siria de querer desestabilizar a su vecino y Damasco replica que Israel no ha renunciado a su idea de hacer de Jordania una patria de recambio para los palestinos. Y éstos quieren proclamar su independencia en el momento en que Israel, donde los halcones están en el poder, se encuentra inmerso en una campaña electoral a cara de perro entre la derecha integrista, decidida a congelar el proceso de paz, y las fuerzas políticas que apuestan por llevarlo a la práctica. Hussein asentó Jordania sobre dos ejes de política exterior bien definidos: su privilegiada alianza con EE UU y la paz con el tradicional enemigo judío, sellada formalmente en un impopular tratado con Israel en 1994. El Gobierno israelí ha recibido la muerte del monarca jordano con muestras de condolencia inauditas, pero en Israel son muchos, y muy poderosos, los que insisten todavía en expulsar a los palestinos al lado jordano. Por otra parte, EE UU puede tener la tentación de convertir a Jordania, una vez desaparecido Hussein, en plataforma de su particular cruzada contra el Irak de Sadam. Cualquier pequeño cambio en este delicado tablero de ajedrez puede poner en peligro una Jordania sin Hussein.
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