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La "dolarización" de América Latina

Joaquín Estefanía

Tras la puesta en marcha del euro y los proyectos anunciados por la Asociación de Países del Sureste Asiático (Asean) de poner en marcha una moneda común, la idea ha saltado de continente y ha llegado a América Latina. Poco después de que el presidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, dejase flotar el real, su homólogo argentino, Carlos Menem, proponía la creación de una moneda común latinoamericana, vinculada al dólar. Pareciera que se está generalizando la hipótesis avanzada por el subdirector del FMI, Stanley Fisher, de que ante la volatilidad de los mercados financieros el mundo se encamina de modo irremediable hacia grandes unidades monetarias regionales. El anuncio emergido de Argentina tiene una misma matriz, pero dos lecturas diferentes: una moneda única autónoma para América Latina (o más exactamente para el Mercosur -Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay- en primera instancia), o la dolarización de las economías (una moneda común que surgiría de la desaparición de las monedas locales, empezando por el peso argentino, y su sustitución por el dólar).

La primera versión ha sido apoyada por el presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, el influyente Enrique Iglesias, porque supondría una mayor coordinación entre las políticas económicas de los países de Mercosur. Por el contrario, la dolarización es un proyecto más complejo y de largo plazo ante problemas que son de solución urgente.

El régimen monetario de Argentina -un currency board (todavía no hay una traducción castellana comúnmente admitida) consistente en una paridad fija del peso con el dólar: uno por uno- fue una decisión política motivada por muchos años de hiperinflación: las autoridades decidieron que los costes de la irresponsabilidad monetaria superaban a los beneficios de la independencia. Desde entonces, toda la política económica de los peronistas en el poder está basada en mantener ese nivel paritario. Con la intención de dolarizar la economía, Argentina intenta convencer a los mercados, en esta complicada coyuntura dominada por la crisis brasileña, de que de ninguna manera va a devaluar, con lo que desalienta la fuga de capitales temerosos de las depreciaciones. Menem es alérgico a repetir la experiencia de Cardoso, que después de reiterar una y otra vez que el real no se depreciaría, hubo de soportar su irresistible caída.

Los partidarios de la dolarización cuentan con varios argumentos a su favor: contribuiría a fortalecer la confianza de los inversores en la moneda local, que ya no sería nacional; no existiría el riesgo de devaluación; las reservas de divisas locales estarían integradas, de algún modo, con las de la Reserva Federal de Estados Unidos; los bancos argentinos estarían supervisados también por la Reserva Federal. Todo ello contribuiría a una reducción de los tipos de interés. El ministro de Economía argentino, Roque Fernández, paladín de la dolarización, ha afirmado que su proyecto no es coyuntural y no tiene nada que ver con la crisis brasileña.

Los contrarios a la dolarización son los soberanistas (aunque hoy el dólar se utiliza en Argentina tanto o más que el peso). Entienden que la Administración nacional pierde casi toda su capacidad de practicar la política monetaria, y de ejercer su influencia sobre el sector financiero, tan fundamental en la vida económica de un país. Asimismo, la dolarización limitaría las posibilidades de conseguir una moneda única regional, salvo que ésta adopte la fórmula de una dolarización compartida.

La creación de una moneda latinoamericana común exige un proceso de convergencia de las economías vinculadas, como bien sabemos los europeos. Habrá que dar tiempo al tiempo para saber si la iniciativa de Menem es un globo sonda que tiene un sentido meramente defensivo ante el efecto contagio del real, o es una operación estratégica que aumentaría las posibilidades de un mundo con tres grandes monedas de referencia: el euro, el dólar y el yen.

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