De la pantalla a la escena
La llegada en 1950 del viajante Willy Loman a los escenarios de Europa, que por entonces daban bandazos entre un teatro optimista de enganche político y otro pesimista, o escéptico, llamado del absurdo, cambió muchas cosas en nuestra manera de mirar desde aquí a los viveros escénicos neoyorquinos. Algunos de los creadores de Muerte de un viajante, y se ha insistido poco en esto, eran gente aquí ya bien conocida por la pantalla, sobre todo dos: el actor Lee J. Cobb y el director Elia Kazan, que, apoyados en el joven Miller, oponían al cadáver del purismo escénico europeo la idea de una escena impura, marcada por la estrecha vin-culación de las articulaciones de su lenguaje con las del lenguaje cinematográfico. Después, cuando llegó la versión filmada por Fredric March, la evidencia de ese vínculo se acentuó y el teatro neoyorquino dejó de morírsenos en Eugene O"Neil y Thorton Wilder para abrir otras rutas en Miller y Tennessee Williams: un teatro gloriosamente pringado de cine. Si hasta entonces Broadway desembocaba en Hollywood, el contagio comenzó a fluir en sentido inverso. La idea de que el momento de la absorción a raudales por el viejo arte teatral del nuevo lenguaje creado por el cine se inicia en la obra escénica primeriza de Orson Welles, Anthony Mann y Nicholas Ray; y alcanza su mayor anchura en los montajes de obras de Miller (que fue de muchacho un espectador enganchado a la escena de esta legendaria compañía) por gente del Group Theater, late, sin que se haga explícita, en la parte medular de la enorme Mi vida de Elia Kazan. Creo que sólo así se abarca del todo lo que Miller aportó, empujado por Kazan, al Broadway de los años cincuenta y sesenta, desde La muerte de un viajante a Las brujas de Salem, Panorama desde el puente, Los desarraigados, Incidente en Vichy y finalmente, en 1963, Después de la caída, que es su encuentro con la decadencia en una edad (47 años) de plena madurez, quizás porque se vació en esta apropiación autoexculpatoria del suicidio de su segunda mujer, Marilyn Monroe, en un turbulento y muy cinematográfico psicodrama de muy dudosa sinceridad. Siempre negó que su Maggie fuera Marilyn, pero lo hizo con demasiada furia delatora.
La presencia turbadora del cadáver de Marilyn Monroe no sólo es central en la vida de Miller, sino también en ese aludido ángulo del giro de su obra hacia caminos erráticos a ninguna parte, hacia un vaciamiento prematuro de la que fue su materia inicial. Hay, sin embargo, un episodio, o un prólogo, de puro cine en esta larga etapa de vaciamiento del dramaturgo, que apuntala con hechos lo antes dicho en conjetura: su conversión natural (que no puede ser casual, sino que ha de obedecer a algo que se alberga en su oficio escénico) en el guionista excepcional de Vidas rebeldes. Escribió, sin forzar su escritura en un reajuste de aprendizaje, uno de los más precisos y graves filmes que ha dado Hollywood, y lo hizo para una Marilyn casi agonizante, en forma involuntaria de preludio a Después de la caída. Ya estaba adiestrado Miller, sin él saberlo, en el despliegue de la gramática de la pantalla al emprender su breve etapa de gran escritor teatral. Insisto en la brevedad de esa grandeza: Miller tiene 83 años, pero desde hace 35 no da a la escena nada que sea sombra a lo que le dio en los 14 que separan Muerte de un viajante y Después de la caída.
Babelia
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