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"A lo único que tengo miedo es a la soledad"

No hay luz en la escalera y los empinados escalones que llevan hasta el cuarto piso se hacen inacabables. Antonio González Roa, jubilado de 80 años, abre la puerta de su casa en la calle de Sadurní, en pleno Raval barcelonés, con la sonrisa de quien sólo desea conversar un rato. Es uno de los muchos ancianos de Cataluña que no sólo han visto rechazada su solicitud para ingresar en un geriátrico público, sino que ni siquiera forman parte de las listas de espera. Su pensión es de 60.000 pesetas, y su máxima preocupación diaria, superar los cuatro pisos que le separan de la calle para llegar puntual al comedor municipal Josep Trueta, en el que cada día paga 130 pesetas por saciar un hambre ya senil. "Ahora tengo que salir dos veces al día porque me han puesto la hora de la ducha a las nueve de la mañana, y yo no estoy para ir subiendo y bajando escaleras", se lamenta este antiguo trabajador del laboratorio Poliquimia, que en su casa carece de sanitarios para asearse. González, viudo desde hace ocho años y sin familia a la que recurrir, afirma que hace dos años pidió una plaza de residencia. "La asistente social me dijo que me la habían denegado", explica, "y ahora quiero volver a intentarlo porque no puedo seguir así". Un informe médico reciente certifica que Antonio González padece diabetes, artrosis, bronquitis crónica, cataratas y hernia de hiato, y que su reducida movilidad hace que necesite ayuda para vestirse. "Pero estoy muy claro de mente, aunque me mareo de vez en cuando", reconoce González. Hay casos de ancianos que mueren mientras sus familiares pleitean con Bienestar Social para conseguir algún tipo de ayuda. Mercè, que prefiere no dar sus apellidos, tiene un dosier completo con los muchos trámites que el departamento le pedía para que su madre, Marta, que murió hace un año, consiguiera entrar en una residencia. Los informes médicos reconocían su paraplejia y los ingresos familiares, según explica Mercè, eran muy modestos: 40.000 pesetas de pensión de la madre y 75.000 del trabajo de Mercè, separada y con dos hijos a su cargo. "Me negaron hasta la ayuda domiciliaria", cuenta Mercè, "así que tuve a aprender a curar las llagas que se hacía mi madre de estar tanto rato sentada en la silla de ruedas, y también a sondarla para que hiciera sus necesidades". Mercè sólo consiguió que su madre entrara en un centro de día (30.000 pesetas al mes más transporte) gracias al interés con que se tomó el asunto una consejera del distrito del Eixample. Las asociaciones de la tercera edad aseguran que existen muchos ejemplos como éstos, y los asistentes sociales son conscientes de lo exigentes que son los baremos y la puntuación que dan acceso a una plaza pública en una residencia de ancianos. Este colectivo, sin embargo, guarda un prudente silencio ante la polémica desatada entre el Ayuntamiento y la Generalitat por el déficit de geriátricos en la ciudad de Barcelona. Embutido en una rancia bata, Antonio González mira de reojo y reconoce bajo una vieja gotera: "A mi edad, a lo único que uno tiene miedo es a la soledad". González volverá a probar suerte para entrar en el cupo de los geriátricos, pero desliza con cara de sabio: "Ya me han dicho que sólo entras con la cabeza debajo del brazo".

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