Los restos del naufragio
La leprosería de Trillo subsiste co 23 residentes que la sociedad no ha querido acoger debido al rechazo que la dolencia suscita mucho después de haber sido vencida y erradicada
Oculto en una hoz que forma el Tajo, oculto entre bosques, oculto porque no hay indicación alguna que lo señale, salvo un eufemístico cartel a la entrada, Instituto Leprológico, que parecería aludir a un centro de investigación sanitaria, el lazareto de Trillo sobrevive, por oculto, con el reloj parado. Juan Luis García Ochaíta, su director, lo define como una reliquia mantenida por el rechazo que la enfermedad de la lepra suscita aún mucho después de haber sido vencida y erradicada. En los fanales sombríos de ese relicario permanecen 23 de los muchos seres que naufragaron allí, desarbolados por la ignorancia y la impiedad de sus semejantes.Mientras se construían los edificios, las calles, las plazas, los jardines y los pabellones de esta ciudad oculta, Molokai en La Alcarria, los enfermos habitaron las contiguas instalaciones del Balneario de Carlos III, en origen unas termas romanas. La primera defunción de un interno data, según el registro del cementerio del lazareto, de 1944, pero cinco años después ya estaba lista la ciudad remota para albergar, forzosamente y con disciplina casi militar, a los leprosos de Málaga, de Jaén, de Badajoz, de Granada, donde el endemismo del Micobacterium Leprae causaba estragos, tantos como sus aliados naturales: la miseria, la postración y el hambre.
De un pueblo de Granada llegó Dolores con 11 años, hace 48. Es la más joven del leprosario, llegó con su padre y su hermano Juan, que se ahogó una tarde que se bañaba en el Tajo, y allí conoció Dolores al que sería su marido, Luciano, que era leproso como ella, pero que también llegó a curarse como ella, y que murió hace un año. Como todos los pacientes del lazareto, Dolores nunca da razón de él, de sus señas, en el remite de las cartas que manda: prefiere utilizar la fórmula Finca de El Soto. Trillo. Que nadie conozca la mácula, y tan fundamentado está ese miedo que Dolores, gitana, nunca percibió el rechazo de que son víctimas los de su etnia porque lo asordinó el que suscitaba su condición de leprosa.
En la leprosería de Trillo, hoy ciudad fantasma, había de todo: hospital, cine, telares, cárcel, talleres, imprenta, laboratorio, farmacia, bar, estafeta, estanco, baile, camposanto..., pero nunca hubo un periódico, una revistilla siquiera. ¿Cómo habría de haberlo en la ciudad oculta? El lazareto disponía del mejor quirófano de la comarca, muchos paisanos de los alrededores nacieron en él, que conserva intacto el instrumental, las vitrinas, los azulejos de un verde pálido, y muchos accidentados y muchos enfermos súbitos hallaron remedio en su mesa de operaciones. Y es que, pese a que el lazareto se ideó, en pleno siglo XX, a la antigua, como recinto sellado y aislado donde albergar la enfermedad maldita ("castigo divino", se lee en los evangelios), la vida imparable consiguió penetrar en él algunas veces, cual es el caso de los pocos matrimonios "mixtos" entre trabajadores e internos.
Hacia el oeste de la ciudad escondida se divisan los restos del monasterio de Santa María de Ovila. El acaudalado abuelo de Patricia Hearst, la pija americana que se hizo del Ejército Simbiótico de Liberación, lo desmontó piedra por piedra para llevárselo a Estados Unidos, pero cuando estalló en España la sublevación del 36 se cargaba el grueso de las piezas en el puerto de Barcelona, y nunca más se supo del monasterio, salvo de alguna parte de su arquería, que decora, al parecer, un parque de San Francisco. Hacia el desaparecido monasterio de Santa María de Ovila mira, desde la ventana de su cuarto, José Laguna, 40 de sus 75 años ingresado en el lazareto, que consiguió un día lo imposible: logró que un amigo, sabedor de su enfermedad, bebiera a gollete de su botellín de cerveza. José me muestra su alcoba, una maceta de la que comienza a brotar la albahaca que plantó hace unos días, y me habla de Pepuño, el preso endémico y fuguista de la cárcel del leprosario.
En la cárcel del Instituto Leprológico vive hoy el zapatero, un interno que va de El Soto a Trillo con su carricoche poniendo tapas y "filis" a los zapatos. Cuando su casa era cárcel, su inquilino principal era, recurrentemente, Pepuño, un leproso joven y rebelde que se ganaba la desorbitante punición por perseguir, como Harpo, a las mujeres. Pepuño, personaje mítico del lazareto como Frasquito, un enfermo que había sido alcalde de su pueblo y que lo siguió siendo, de alguna manera, de la ciudad remota, era un libertario más que un libertino, y, sobre todo, un audicísimo epígono del genial Houdini.
De las muchas monjas y frailes franciscanos que atendían la ciudad, sólo dos hermanas continúan hoy en su puesto, siendo pocos más los que siguen residiendo en el imponente monasterio situado en una elevación próxima al lazareto. Hoy las hermanitas han perdido casi todo su poder, que al principio era omnímodo, o, cuando menos, lo era para internos y empleados. Las enfermeras que hoy, adscritas a la Consejería de Sanidad de la Junta de Castilla-La Mancha, trabajan en el centro atendiendo a lo suyo, esto es, al confort y a la salud de los últimos 23 residentes, eran obligadas a ir enteramente vestidas de calle bajo los uniformes, a asistir a los Ejercicios Espirituales y a tomar clases de labor.
Los leprosos de Trillo, que ya no son leprosos pero que lo seguirán siendo para los demás hasta el final de los días, eluden cualquier evocación de esos tiempos en que eran emplazados a ser, además de marginales en grado sumo, mitad monjes, mitad soldados. Los leprosos de Trillo ya no son leprosos, pero así como sus chancros y sus bubas cicatrizaron hace mucho, el estigma que sobre ellos pesa continúa sangrante. Juanjo, el concejal de Festejos de Trillo, asegura que los habitantes de la ciudad deshabitada no suscitan en el pueblo el menor rechazo, mas el espíritu científico del director, el muy sensible de los enfermos y el entreverado (razón y corazón) del personal sanitario coinciden en la apreciación contraria: más que la mole de la central nuclear prácticamente incrustada en el pueblo, inquieta aún el estigma de la leprosería, su drama y su leyenda. Ángela, 48 de sus 79 años internada en El Soto, recuerda que "antes había mucha gente, mucha juventud, y no se pasaba mal" en el recinto intocable, pero también recuerda el caso de la joven Herminia, la ahijada de Nemesio, que le ocultó la enfermedad a su novio, al que había conocido fuera del lazareto, y que después de casada fue repudiada por éste al conocer su insania.
Al principio, cuando los enfermos ocupaban las instalaciones anejas al Balneario, aún se combatía la dolencia con aceite de Charmigra, extraído de la raíz de un árbol africano que no servía para maldita la cosa, pero, al poco, se descubrió la Sulfona, salvífica como la Hidracida para la tuberculosis, con la que, por cierto, la lepra mantiene relaciones de paraplejía y parainmunidad. A partir de ahí, la lepra tuvo curación, bien que a veces larga y difícil, y fue innecesario el aislamiento de los enfermos, si es que fue necesario alguna vez, pues la lepra no se contagia sino mediante una relación íntima, estrecha, constante y prolongada con el enfermo, y aun así dependiendo de que se tengan las defensas muy bajas, estólidas ante el bacilo de Hansen.
Así pues, el lazareto de Trillo pervive y es mantenido físicamente por pura humanidad institucional hacia esos 23 provectos ciudadanos que no tienen a nadie ni a dónde ir.
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