El terror de las manos cortadas
Los rebeldes de Sierra Leona han procedido a las mutilaciones sistemáticas como forma de aterrorizar a la población
ENVIADO ESPECIALEs una lotería macabra. Los rebeldes sacan a la gente de sus casas. Obligan a los hombres a alinearse en la calle. Les dan un papelito doblado en el que está escrito su sino: brazo corto o largo; mano derecha o izquierda. Después, con un machete o un hacha, seccionan el miembro elegido por el azar. Samuel Taylor-Kamata tuvo mala suerte: le amputaron las dos. Habita en un colchón andrajoso del hospital de Connought, en Freetown. Ronda los 30 años. Su hermana, sentada a un lado, le da de beber agua a sorbos en un vaso de plástico. Samuel tampoco tiene lengua. Se la seccionaron con un cuchillo. "Vivíamos en una casa del barrio de Wellington", dice Elisabeth. "Llegaron los guerrilleros y nos robaron todo. Mi hermano escapó por una ventana. Ellos le capturaron y le hicieron esto". Samuel emite un sonido gutural. Trata de hablar, pero no puede. "Le dijeron que sólo tenían pensado cortarle uno de los brazos, pero que ahora le tocaban los dos", prosigue Elisabeth sujetándole la cabeza. A su vera hay otros dos heridos. Uno de bala, el otro de metralla. "Llevo 50 años como voluntario de la Cruz Roja en mi país y jamás he visto una barbarie tan gratuita", dice Andrew Beale. "Lo peor es que esto no es el mundo desarrollado. Gente como Samuel ha sido condenada a una muerte lenta". Ambrose Sahar Kanijama tampoco tiene lengua. Deambula en el ala derecha de Connought, en las urgencias. Está sentado en una banca de madera. Espera el turno para la cura.
Cuando la gente del Frente Revolucionario Unido (RUF) llegó a su hogar, en Koni, le maltrataron como a un pelele. Uno de ellos, tras seccionarle la lengua, se la metió en el bolsillo de la camisa y le espetó: "Ahora vete a ver a tu presidente para que te dé otra". San Hinga Norman, jefe de los kamajores (cazadores de montaña) y viceministro de Defensa de Sierra Leona, cuenta otros casos: "Cuando capturan a uno de mis hombres, le cortan los dos brazos, los atan con una cuerda, se los cuelgan al cuello y me lo mandan con una nota: "Es para usted, míster Norman". De la sala de urgencias de Connought escapan nítidos los alaridos de Michael Gaidu. Tiene lágrimas en los ojos. Los médicos tratan de limpiarle el brazo con desinfectante. No tiene mano. El muñón, que está en carne viva, amarillea. El quirófano son dos camillas carcomidas por el uso. El mismo cirujano, uno de los dos que acude al trabajo, se gira de una a otra. Lleva guantes y mascarilla. A Gaidu se la cortaron de un hachazo. La operación se realiza sin anestesia. El hospital perdió su almacén en la semana del 6 de enero, cuando el RUF ocupó el centro de la ciudad. "Me sacaron a empellones de mi casa y me lo cortaron en la calle. Tuve que poner el brazo sobre la acera. Antes me dijeron con todo detalle lo que me iban a hacer". Al lado de Michael está Patrick Louis, su padre. Declara 43 años, pero parece un anciano vencido. Tiene el iris azulado, de vista cansada de tanto ver. "Esto pasó hace cinco días. Hemos tenido que venir caminando desde el oeste de Kissy hasta el hospital". Michael, minutos después, cuando sale al patio, ya no grita, sólo solloza, atragantado en un hipo de dolor. Dos días después, sentado sobre una sábana, rodeado de lagartos y salamandras, enseña el muñón y sonríe. Aún no ha tenido tiempo de pensar en el futuro.
Sylvester Moseray es de Calabatown, el último arrabal de Freetown. Le cortaron la cara con un machete. Al lado de la boca tiene un segundo agujero a través del cual se le ven los dientes. Las atrocidades cometidas por la guerrilla se repiten en cada uno de los barrios. "No siempre ha sido así, al principio de la guerra, el RUF no era tan cruel. Todo cambió en 1995", dice un abogado sierraleonés. Las ONG manejan una cifra de entre 3.000 y 4.000 mutilados en ocho años y en todo el país. Pero en las últimas tres semanas, durante la ocupación de una parte de Freetown, el número ha aumentado. Las mayores atrocidades se cometieron en Kissy, un suburbio pobre en el que vivían hacinadas 200.000 personas. Las tropas africanas de interposicion (Ecomog) ya han tomado Wellington y amenazan Cabalatown. "Ahora empezará a saberse lo ocurrido allí", dice un oficial de Ecomog. "Amputan las extremidades con el único fin de aterrorizar a la gente", dice un misionero con 25 años de experiencia en Sierra Leona.
Primero fueron los asaltos a las aldeas para robar comida; aquellas que no cooperaban eran vandalizadas. Ahora es una costumbre de guerra. "Yo sé quién es un rebelde por el hacha. Todos los que llevan una son del RUF", dice Reginald, un guía local. Los rebeldes del RUF también utilizan el papel celofán que envuelve las cajetilla de tabaco para sus pleitos con la muerte. "Toman al primer incauto, le sujetan los brazos, y queman ese papel, dejando que gotee sobre sus ojos una cascada de veneno incandescente", cuenta la madre de Sesay Suleiman, un niño de 13 años con el brazo amputado. A otros les encierran en su casa y les prenden con gasolina. Mutilaciones terribles, cegueras por goteo de brasas, muertes por calcinación... Es la cruel guerra de Sierra Leona.
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