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Bogey (y 2)

Supongo que en estos días de goteo del centenario de Humphrey Bogart, los comentarios en los medios de comunicación españoles habrán desempolvado antiguos y menos antiguos libros, entrevistas y ensayos sobre este formidable actor convertido en una, aún más formidable, leyenda libre y vivificadora. Pero no tengo constancia de que, en estos desenterramientos de vieja y menos vieja literatura bogartiana, alguien se haya acordado de que en España contamos (en siniestra exclusiva: no se ha editado fuera de aquí ni reeditado aquí) con lo mejor que he leído sobre Bogart: un librito que traza su universo fronterizo íntimo. Su título es el nombre a secas del actor; y su autor, Manolo Marinero, lo editó en 1980 y en 1984 hizo otra edición confidencial. Luego el libro pasó a ser lo que es, una joya casi olvidada. Y digo casi, porque su eco alcanza todavía algún rincón de la memoria de Bogey, como éste en que escribo; y suenan a su alrededor respuestas tan bellas como el golpe de luz y ojos abiertos con que lo recibió Carlos Boyero, que conoce mejor que bien los entresijos de la frontera: "Es un libro dominado por la fiebre que proporciona la lucidez excesiva. Su único defecto es que sea tan corto. Como en las mejores novelas, da miedo llegar al final". Porque el Bogart de Marinero no cuenta en refrito a Bogey sino que lo reinventa, lo lleva más allá de donde él nos condujo.Hay calor, densidad y fraternidad amasadas con penumbra, alcohol y humo, en el esplendor de esta oscura bocanada de puro aire bogartiano que respira Marinero en sus afiladas síntesis del personaje: "El eco que provoca Bogart hoy, la estela que ha dejado en sus películas y su imagen perdurable, seguramente se debe a que representa más que ningún otro actor la convicción, la determinación de ser sí mismo frente a toda adversidad plural. Representa el consejo: "Se trate de lo que se trate, sea lo que sea, sencillamente oponte". Nada de Bogart es involuntario o casual. La apariencia y el fondo del personaje bogartiano no se equivalen. Si Gary Cooper no hubiera nacido y crecido con el físico de Gary Cooper, no habría sido nunca Gary Cooper. Pero si Bogart hubiera sido alto, rubio y fornido, se las habría apañado para llegar a ser de todos modos Bogart. La mayoría de los grandes personajes de películas son proposiciones. Bogart es la proposición de una respuesta, de una réplica. Bogart es la resistencia. Su independencia impone al personaje bogartiano prefigurado en los libros una soledad que le tipifica y que él mismo llega a cultivar con celo y un punto de resignación orgullosa, consciente de que habita el territorio de los dobles fondos, en el que caminar con confianza, sin precauciones, le resultaría mortal. Si Bogart hubiera interpretado El gran Gatsby podría haber sido Nick, Buchanan o un Jay Gatsby adulto y desengañado, que no tiene fe ni esperanza en la plenitud según el sueño americano, sino que mantiene una comedida expectativa de plenitud íntima: mujer, amigos leales, conservación del respeto a sí mismo, quedar al margen de los poderosos. Bogart creía en la luz grisácea y en el caminar tranquilo, Gatsby creía en la luz verde y en el orgiástico futuro que año tras año aparece ante nosotros y nos esquiva; pero no importa, mañana correremos más deprisa".

Son, entre muchas otras, huellas hondas e imborrables como cicatrices de la plena modernidad del mito de Bogart. Queda probablemente poco que decir de Bogey, porque ya dijo, con palabras cálidas y solitarias, casi todo lo esencial Manolo Marinero en aquel libro humilde e irrepetible, que invita a volver a doblar el espinazo, una vez más, de esa canalla esquina del olvido español que nos lleva a perder siempre demasiado velozmente los signos más vivos y singulares de nuestra inteligencia: un sangriento y necio despilfarro. Aquí se ha escrito hace dos décadas uno de los más libres y hermosos libros sobre uno de los más libres y hermosos mitos contemporáneos, y esa maravilla de exégesis ya casi no existe, casi es sangre soñada, casi se ha hecho recuerdo borrado, que sobrevive tenuemente adherido a las páginas amarillentas de algunos pocos volúmenes dispersados por ahí, sin precio ni dueño, que revientan todavía de ganas de nacer.

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