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Historias de mar y tierra

ESPIDO FREIRE Olvidamos los que vivimos en tierra que el agua engaña y mata, que vuelca barcos y mantiene prisioneros a los marineros. La memoria de los que se sienten seguros es débil y flaca, y nada hay más rápido de olvidar que lo que no desea recordarse. Tal vez hace unos años el Marero navegaría por mares invisibles y se esperaría su retorno al cabo de cien años, cuando la maldición que lo mantiene preso finalizaría. Porque tal vez entre sus redes atraparon en sus redes a un asrai, un espíritu acuático, y lo depositaron en un lugar abrigado de la cubierta, y lo abrigaron con algas húmedas; pero al cabo de un momento sus gemidos se debilitaron, y cuando acudieron, inquietos, sólo quedaba, al fin, un poco de agua en el fondo del barco. O quizás uno de los marineros robó su piel de foca a una de las doncellas selkies que viven en los fondos arenosos. Y la doncella foca, cuyas leyes ordenaban que obedeciera a quien le arrebatara la piel, les siguió hasta desfallecer; y se creía en algunas zonas que quien provocara la muerte de una selkie provocaría una tormenta que a menudo resultaba fatal para las embarcaciones. Puede también que les atraparan entre sus remolinos cualquiera de los monstruos que habitan el mar, que se mueven cerca del fin del mundo, seres deformes y atroces que se asemejan a caballos, o toros con inmensas aletas y dientes de pez, que no muestran piedad cuando se les molesta, y se llevan consigo, en su furia, peñas, barcos e incluso pequeños pueblos cercanos a sus cubiles. O tal vez fue una sirena, con la vista fija en su espejo y un peine en la mano, la que provocó su desgracia, porque su aparición y su canto dulce sobre una roca junto al mar son augurio de tempestades y naufragios; tal vez la sirena aguardaba su pesca, esperaba por lo que capturaría en las redes de sus largos cabellos, y se sumergió de nuevo, furiosa, al ver cómo el barco pasaba de largo y la dejaba solitaria, a la espera de un nuevo marinero con el que jugar. O un viejo tritón con la barba verde, uno de esos seres rudos y violentos capaces de devorar a sus propios hijos si les dejaban son comer les alcanzó y, desde su acantilado, les hizo volcar, en castigo por haber perturbado su letargo invernal. O quizás surgieron del agua los temibles hombres azules que abandonaban sus cuevas de roca para hacer naufragar a los hombres que pasaban, y que sólo podían ser esquivados por los capitanes hábiles en componer versos. Se sentaban en la borda, ocultando sus pies en forma de aletas y sus extrañas escamas azules, y planteaban al capitán del barco una competición: y quien fallara en continuar un verso perdería la vida, y la de todos sus hombres. Tal vez fue así, tal vez el hombre azul triunfó ese día y logró de ese modo más fantasmas para su séquito, y quedó el barco balanceándose solitario y esquivo sobre las olas, sin tripulación, sin rumbo. O puede, también, que encallaran en las tierras soleadas de más allá del fin del mundo, y crean que apenas se han detenido por una semana, y, cuando regresen, dentro de tanto, tanto tiempo que las montañas se hayan transformado en colinas, encuentren sólo a los nietos de sus nietos, y un rumor muy antiguo de unos hombres que se perdieron en el mar hace muchos años, porque el tiempo en el mundo oscuro, en el mundo de las hadas y de los muertos, transcurre a distinta velocidad. Pero aquí vivimos en nuestro siglo: de nada sirve refugiarse en la magia. No fueron sirenas, ni selkies, ni tritones, ni hombres azules los que atrajeron la desgracia del Marero: fue el peligro, la vida atroz del mar, la desidia de las compañías de seguro, el viento del invierno. Hay quien dice que no hay mejor muerte para el marinero que la hallada en el fondo del mar; tal vez piensen en esas hadas, y en los fondos de arena tapizados de algas y corales, pero para los hombres que han caído por la borda, para las familias que esperan, no existen muertes mejores ni peores, sino tan sólo la desolación, la pena contenida, el entierro simbólico y mañana, de nuevo, el mar.

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