A la caza y captura de la ganga
Klondike, 1897: Alaska entera retumba bajo los pasos de una febril turbamulta de buscadores de oro. Islas Seychelles, en los albores del siglo XX: unos desconocidos excavan en una playa en busca del codiciado tesoro del pirata francés La Buse, muerto en la horca en 1724, y desaparecen dejando tras de sí un enorme agujero en la arena. ¿Encontraron lo que buscaban? La historia no nos lo cuenta. La Roca del Vallès, finales de 1998; otra época, otra épica: un coche aparca frente al centro comercial La Roca Company Stores, situado a unos 30 kilómetros de Barcelona y accesible por la A-7 (salida Cardedeu). Las dos mujeres que descienden del vehículo no buscan pepitas de oro ni han llegado hasta aquí siguiendo las indicaciones del grimorio de algún pirata legendario. La más joven viste ropa informal cara, un abrigo de pieles hasta los pies y lleva un bolso de Moschino. Luce una larga melena que, en algún momento de su infancia, pudo ser rubia, pero que ahora necesita del tinte para seguir siéndolo. La mujer mayor lleva el mismo tono de tinte, un intento naturalista de recomponer la rubia que tal vez fue. Con modales inconfundiblemente high class forever -modales que implican dominar la técnica del susurro-, ambas se dirigen al bar del centro comercial. En cuanto se sientan, la mayor saca el móvil del bolso y llama. La joven sucumbe a un ataque de tedio al encontrarse a solas con sus propios pensamientos -¿o es mimetismo?- y saca su propio móvil y llama. No bien despachan sus necesidades comunicativas con terceros y sus consumiciones, levan anclas y se disponen a hacer lo que las ha traído hasta aquí: encontrar gangas. Encontrar una auténtica ganga es para el comprador vocacional lo que para el obsesivo buscador de tesoros descubrir un alijo de doblones o de lingotes de oro en la bodega de un galeote o en una exótica ensenada de los mares del sur: enciende la imaginación, agudiza el ingenio, provoca emociones y acelera los corazones. No sólo eso: digamos que, a finales del siglo XX, encontrar una ganga de verdad puede ser para algunos más efectivo que un fármaco a la hora de ahuyentar el spleen, el aburrimiento o cualquier otro de los males que se las ingenian para oprimir el ánimo del ciudadano. En fin, a cada época su épica. ¿Qué ofrece la Roca Company Stores que uno no pueda encontrar en otros centros comerciales? Para empezar, se trata de lo que los norteamericanos llaman un outlet, es decir, un centro comercial generalmente situado a pocos kilómetros de una gran ciudad donde acreditadas firmas de prendas de vestir y de diversos complementos venden los excedentes de temporadas anteriores a precios reducidos (entre un 40 y un 60% de descuento) y donde la arquitectura moderna de los macrocentros urbanos es sustituida por un pintoresquismo kitsch muy en la línea de El Pueblo Español de Montjuïc. En La Roca, lo que se ha tratado de reproducir es una aldea catalana de principios de siglo, con plaza mayor incluida, todo en un estilo pseudomodernista con muchos esgrafiados y las fachadas pintadas con lánguidos tonos pastel, algo así como una recreación del biotipo de segunda residencia de la burguesía de por estos pagos, sin olvidar el preceptivo parque infantil, la zona para cambiar de pañales a los bebés, el café, el restaurante y el fast food. Todo pensado para atraer a clientes cuyos tiernos corazones desfallecen ante las marcas de prestigio. Ahí están, entre otras, Versace, Cacharel, Vittorio & Lucchino, Gianfranco Ferré, Warner"s, Calvin Klein, Yanko, Dockers, Ray Ban, Pepe Jeans y Levi"s. En cuanto a las gangas, desde luego, haberlas haylas. En la tienda de Gianfranco Ferré, por ejemplo, unos pantalones que la temporada pasada valían 15.000 pesetas cuestan ahora la mitad. Y en el local de Levi"s, que se halla entre los más concurridos, uno puede ahorrarse un promedio de 2.000 a 3.000 calandrias por artículo, hecho que por sí solo justifica el desplazamiento y el gasto en gasolina y peajes. Pero el ahorro más espectacular corresponde a la boutique de Versace, donde uno puede agenciarse, en una atmósfera de acolchado refinamiento y de silencio apenas turbado por los ocasionales susurros de dependientes y clientes, un vestidito que antes valía 222.000 pesetas y que ahora está a la venta -¡premio, acaba de encontrar usted el tesoro!- por sólo 77.000 calandrias. De hecho, es el tipo de lugar que no sólo está en las antípodas espirituales de las tiendas de todo a 100, sino que uno tiene la impresión de que le van a cobrar una pasta sólo por entrar a mirar y a tocar. Ello no es óbice para que unos veinteañeros de aspecto más o menos grunge entren, empiecen a probarse cosas con admirable desenvoltura y uno de ellos incluso se compre una cazadora de piel que ronda las 100.000 pesetas (antes 350.000). Si uno se queda en este lugar el tiempo suficiente observando la displicente seguridad con que algunos desenfundan la tarjeta de crédito, no falla: al cabo de un rato hay que hacer un esfuerzo horroroso por reprimir las ganas de ponerse a silbar La Internacional.
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