UE-Oriente Próximo: la unión hace la paz
Algún misterio tiene el Levante del Mediterráneo, la región que denominamos Oriente Próximo, para que haya ocupado durante siglos un lugar primordial en la historia del Viejo Continente, para que acontecimientos y pueblos que allí habitaban hayan influido en nuestra propia historia y para que los europeos hayan sentido en todo tiempo una fascinación que los ha llevado a participar en su devenir histórico. La historia reciente de Oriente Próximo, o al menos una parte importante de ella, está vinculada a lo que denominamos Proceso de Paz, iniciado en 1991, en la Conferencia de Madrid, donde se fijaron los principios básicos para un arreglo definitivo. La Unión Europea, que acompañó desde su inicio este proceso, ha ido asumiendo ante el mismo responsabilidades de gran envergadura, convirtiéndose, junto a Estados Unidos, en el principal actor político y económico en la región.
Hoy la Unión puede afirmar con orgullo que ha contribuido con denuedo a un mayor entendimiento político en la zona, a reforzar la construcción socio-política y económica del pueblo palestino, a ayudar a Israel a establecer acuerdos con sus vecinos e incrementar su seguridad, a mejorar la calidad de vida de los habitantes de la región, todas ellas etapas fundamentales en la construcción de la paz. Orgullo, sí, pero no satisfacción: sería un conformismo que a mi juicio no nos permiten las circunstancias actuales.
Ésta era una de las principales reflexiones que me hacía cuando me encontraba junto a mi equipo en Saint Michaels, muy cerca de Wye River, donde tenían lugar mis encuentros con negociadores palestinos e israelíes y donde mis interlocutores del Departamento de Estado norteamericano me transmitían información sobre las negociaciones. Pudimos escuchar, orientar e incluso influir en un margen naturalmente menor del que hubiera sido deseable, aunque no por ello desdeñable, como recordó el presidente Arafat en su discurso en la ceremonia de firma. Varias semanas más tarde volvimos a Washington para confirmar, en la Conferencia de Donantes, que nuestra voluntad de reforzar y consolidar el proceso se mantienen firmes e inquebrantables.
El Memorándum de Wye River, que desarrolla algunos de los compromisos de los Acuerdos de Oslo, recoge también algunos proyectos sobre los que la Unión Europea venía trabajando, especialmente en los ámbitos de seguridad y asuntos económicos interinos. A pesar de que su aplicación se encuentra hoy prácticamente paralizada, su firma es per se un elemento muy positivo, pues implica el compromiso de un Gobierno del Likud en el Proceso de Paz. Todos éramos conscientes de las dificultades que entrañaría su aplicación, y seguimos considerando que sólo un firme consenso internacional y una sólida concertación entre norteamericanos y europeos podrá propiciar que no se convierta en papel mojado. Los avances obtenidos en el aeropuerto de Gaza, redespliegue parcial y seguridad para Israel, entre otros, muestran que su cumplimiento es posible. De ahí que nuestra prioridad en estos momentos sea la aplicación rigurosa del Memorándum de Wye tal y como lo expresó el Consejo Europeo de Viena.
Pero también el acuerdo es importante porque se ha superado un largo periodo de estancamiento donde sólo algunas iniciativas, como los encuentros organizados por la Unión Europea en Bruselas y Malta entre el presidente Arafat y el ministro israelí Levy, aportaron algo de oxígeno al por momentos moribundo proceso. El camino recorrido ha sido largo y difícil. El Protocolo de Hebrón, al que se llegó poco después del comienzo de mi misión como EUSE, fue el primer paso en este sentido. Posteriormente, no dejamos de plantear ideas y proyectos, y trabajar para que se reanude el diálogo. El Código de Conducta, una propuesta que sigue interesando a las partes, o el Comité Conjunto de Seguridad, en parte recogido en el Memorándum de Wye, así lo demuestran. Son datos que marcan el camino a seguir, pero que distan mucho de ser suficientes para el potencial europeo.
En cualquier caso, la auténtica prueba para Europa está aún por llegar. Hasta el presente hemos trabajado en el período interino previo a las negociaciones sobre el estatuto final, en que se decidirán las grandes cuestiones del futuro, como Jerusalén, los refugiados, fronteras y estatalidad. La fecha que divide un presente, regulado por un marco de negociación, y un futuro de, por el momento, incertidumbre, es el 4 de mayo. Es estonces cuando el presidente Arafat ha indicado que podría declarar un Estado palestino, en el caso de no alcanzarse progresos sustanciales en la negociación, y el Gobierno israelí ha señalado que anexionará las zonas de Cisjordania que permanezcan bajo su control si esta declaración se lleva a cabo unilateralmente por parte palestina. Habría que añadir la incógnita sobre la evolución política israelí ante la convocatoria de elecciones anticipadas. Europa tiene ante sí la enorme responsabilidad de evitar que esta situación desemboque en una gran crisis regional anunciada. Y, como europeos, no debemos hacerlo a cualquier precio, sino propugnando unas constantes. En primer lugar, el respeto a los principios básicos que hemos defendido durante años, que incluyen la autodeterminación palestina, sin excluir la opción de un Estado, como se expresó en el Consejo Europeo de Cardiff. En segundo lugar, actuar con un objetivo permanente: que cualquier decisión europea constituya una aportación positiva para el Proceso de Paz.
Por último, añadiría una tercera línea de actuación que nos concierne internamente a los europeos, pero de la que depende en gran medida la trascendencia internacional de nuestra decisión: la unidad de los Quince ante la decisión. Si, como hasta ahora, hablamos con una sola voz, daremos alas a nuestra propuesta, la haremos más sólida y capaz. Si estas ideas, aquí apenas esbozadas, pueden orientar la decisión de fondo, debemos plantearnos también la mayeútica, la forma en que vamos a articular nuestras iniciativas. El consenso internacional será una prioridad, y, aunque la decisión que adopte la Unión Europea tendrá su propio peso específico, debemos coordinarnos con los principales actores del proceso. Desde esta perspectiva, la presidencia alemana de la UE se presenta como clave. Pronto nos reuniremos en distintos marcos, como el AHLC o la reunión Euromediterránea de Stuttgart, donde tendremos oportunidad de concertar posiciones y recordar la importancia para Europa de un Oriente Próximo incardinado en la región mediterránea. Pero ya se han escuchado
voces que reclaman una conferencia internacional para discutir el estado actual de las negociaciones y relanzar el proceso en su conjunto. Creemos que si se mantiene el estancamiento y la frustración actuales tendremos que trabajar en esa dirección, en estrecha colaboración con EEUU, la Federación Rusa, Egipto y otros importantes actores regionales.
Muchas de estas ideas son igualmente aplicables a las otras bandas del Proceso de Paz. Se habla menos de ellas en los medios de comunicación, pero todos sabemos que sin avances en las mismas no habrá paz en Oriente Próximo. En mi última gira por la zona, apenas hace dos semanas, he comprobado cómo los presidentes Assad y Laghoud reclaman una mayor participación europea. Ambos trabajan por alcanzar una paz definitiva con Israel sobre bases justas y duraderas, así como por la modernización económica y política, y saben que en ese esfuerzo necesitan a Europa, como también Jordania, país que dio un valiente paso y que aún se halla en la difícil encrucijada de una paz regional incompleta.
Pero tal vez el aspecto más interesante de nuestra reflexión sea la verdadera convicción de los europeos para que la Unión desempeñe un papel más activo en el mundo. Resulta paradójico que nuestros ciudadanos sean los más solidarios y activos del planeta, y, sin embargo, en cierto modo se muestran impotentes ante aquellos problemas. Por otra parte, Gobiernos y sociedad civil árabes e israelíes nos reclaman un mayor papel, ejercitado de acuerdo con nuestros principios. Las instituciones europeas -y de ello soy testigo- tienen igualmente esa firme voluntad. Pero acaso los ciudadanos europeos no tengan aún una profunda convicción de que esa mayor presencia europea en la zona puede ser una de las claves para resolver los problemas de Oriente Próximo. Hemos avanzado considerablemente, pero aún podemos y debemos hacer más.
Ésta es tal vez la base del éxito de la construcción de una Política Exterior y de Seguridad Común. En un momento en que las instituciones europeas se movilizan para acercarse al ciudadano, los que nos ocupamos de esta política de la Unión debemos contribuir en ese esfuerzo. Europa tiene mucho que aportar a la comunidad internacional. Con la convicción de sus ciudadanos y el esfuerzo de las instituciones podemos aspirar a que la estrategia común sobre el Mediterráneo y Oriente Próximo, aprobada en Viena, constituya el marco adecuado para alcanzar los objetivos de paz, seguridad y prosperidad para toda la región euromediterránea.
El primero de enero de 1999 comienza con una prueba más del proceso irreversible de la consolidación europea: el nacimiento del euro y su impacto económico y político. Oriente Próximo está integrado económicamente en la zona euro. Su próximo paso es estar políticamente más vinculado con Europa. Las sociedades y pueblos de la región no sólo deberían invertir en euros monetarios, sino también en euros políticos. El 4 de mayo de 1999 tenemos una cita histórica para el devenir de Oriente Próximo. A ella debemos acudir con un sentido positivo y de responsabilidad. Los pueblos y dirigentes de la región -y los ciudadanos europeos- esperan de nosotros esa actitud. También para Europa será la ocasión de calibrar la voluntad política de convertirse en un actor internacional de paz. La línea recta es el camino más corto entre dos puntos: actuemos solidariamente y en coordinación con los principales actores internacionales y regionales, pero desarrollemos nuestra política directamente, sin intermediarios y como europeos. De lograrlo podremos contribuir decisivamente a la construcción de un Oriente Próximo en paz y prosperidad en el umbral del siglo XXI.
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