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Tribuna
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Intrusos

Los intrusos campan por todos sus respetos, es un decir, porque lo que caracteriza a los intrusos es la absoluta falta de respeto a quienes, en su ámbito de actuación, se empeñan en hacer las cosas con rigor y aplicación. Todas las profesiones están cercadas por los intrusos, unas más y otras menos, pero ninguna se libra de estos forajidos de guante blanco o negro, que asaltan, deshacen, destrozan, revuelven y, a veces, se van; otros se quedan para siempre.Pocos campos tan minados por el intrusismo como el de la literatura. Con el incremento de la producción editorial, los intrusos, que siempre han vagado por estos pagos, han visto el paraíso a sus pies y se han dispuesto al asalto de todo lo que haya que asaltar. Simples narradores de aventuras se convierten en novelistas; dóminas con gesto de mujer fatal se vuelven escritoras; cantantes de silbantes eses, ojos de perdiz y culito respingón se hacen memorialistas; muchachos que desconocen los rudimentos del endecasílabo van de poetas por el mundo. Todo es novela, todo es escritura, todo es memoria, todo es poesía.

Extrañas colecciones acogen a presuntos inspirados de las musas; premios residuales condecoran a plumíferos de sintaxis vacilante; la llamada literatura femenina se puebla de aguerridas amazonas que quieren contar lo que les pasa a las mujeres desde dentro de las mujeres. Antes, la bohemia tenía sus propios espacios callejeros; ahora, publica libros, gana premios, lanza edificantes mensajes sobre la liberación de la mujer. Algunas editoriales apuestan por los autores jóvenes porque la edad es, al parecer, un mérito literario. Esto significa que le habrían dado boleta a don Miguel de Cervantes, que publica el Quijote con 58 años de edad.

La crítica literaria, sobre todo la de los periódicos, la de algunos periódicos, nacionales y regionales, está plagada de intrusos. Gentes sin preparación ni dominio del idioma se lanzan alegremente, semana sí, semana no, a elogiar o despotricar según se lo pide el cuerpo. Los libros se mal leen, se ojean, se huelen un poco, y adelante. Si es el de un amigo, incienso y gloria; si es el de un enemigo o el de alguien que no va por la vida de simpático, caña y cierra España. Que el libro vapuleado o despreciado u hozado tristemente es el fruto de muchas horas de esfuerzo y de mucha preparación, eso al intruso 1e da igual. Para él todo es a cien. La literatura no es la cuestión; la cuestión es otra cosa: el elogio fácil y conveniente para los intereses o la faena sucia al servicio de los mismos intereses. Después vienen las simplificaciones y todos entran en el mismo capacho: el crítico que aspira a ser riguroso y honrado con el lector y el intruso para quien el lector no existe. Todos son críticos, al fin.

Uno se asombra, porque uno es ingenuo, de que estos intrusos no restrinjan sus andanzas a las páginas de los diarios comarcales, que tampoco se los merecen, claro; de eso nada: los intrusos saltan a ciertos periódicos de difusión nacional y allí practican sus peculiares artes de trompetines y cañas. Y nadie les dice nada, y da igual que no sepan escribir, y da igual que sean analfabetos funcionales, y a lo mejor hasta hay lectores, que esto es lo grave, que les hacen caso. Y uno puede topárselos por ahí y hay que saludarlos como colegas. Colegas o coleguis, que tal como se está poniendo la cosa más vale lo segundo.

Los coleguis no conocen límites en su audacia, recuerdan a aquel cateto que, en los años cincuenta, fue a Roma y telefoneó a su familia para decirle que ya que andaba por allí no se volvía sin echar una parrafada con el Papa. Nada es nada para ellos, carecen de sentido de la responsabilidad, pero están encantados con su carencia, que no sienten como tal. ¿Deontología profesional? Menuda humorada. Ellos están a otra cosa. La suya, la de los amiguetes.

Intruso -por aquí tenía que haber empezado- es el que se ha introducido sin derecho, según dice la primera acepción del diccionario. Pues a ver quién les discute el derecho a estos sin derechos autosuficientes y pletóricos de sí mismos. Mucho me temo que nadie o casi nadie, porque esto de las letras no importa demasiado. Las de cambio, sí, como le apostillaba el palurdo a Fígaro hace ya más de siglo y medio.

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