Demandas de soberanía
Si el año que termina ha quedado marcado por el cese de la larga ristra de crímenes de ETA, el que comienza se anuncia como el de la confrontación política en torno a las demandas de soberanía. Sobre esa base se ha producido el acuerdo por el que el brazo político de una organización que todavía no ha renunciado al recurso a la violencia ha prestado su apoyo en el Parlamento de Euskadi a un gobierno de minoría; sobre esa base anuncia también el presidente de la Generalitat la convocatoria de elecciones en Cataluña. Los partidos nacionalistas quieren más poder; quieren, en realidad, todo el poder en sus respectivos ámbitos de decisión. Es asombroso que ésta sea la cuestión central de la política española cuando el símbolo por excelencia de la soberanía nacional que es la moneda inicia la cuenta atrás de su desaparición. Reclamar ámbitos exclusivos de soberanía en el interior de los más viejos Estados europeos cuando se derrumban, una tras otra, todas las fronteras -políticas, económicas, judiciales, militares, culturales- que durante cinco siglos les han tenido divididos y enfrentados, es un anacronismo. Lo es todavía más cuando se piensa que la única Europa posible será la construida sobre Estados democráticos que habrán de arrumbar las visiones esencialistas del ser nacional surgidas en el siglo XIX; Estados que habrán de reconocer en su constitución interna la pluralidad de lenguas, razas, culturas, naciones.
Teóricamente, el Estado español está magníficamente situado para resolver la doble exigencia de este fin de siglo: integrarse en una comunidad supranacional y aceptar como un dato de su cultura política la existencia de diversas naciones en su territorio. Si algo de relevancia histórica debemos a la Constitución de 1978 es que ha propulsado al Estado español hacia una rápida integración en Europa a la vez que ha favorecido la consolidación en su territorio de naciones dotadas de instituciones políticas propias. Esto ha sido posible porque la nueva identidad forjada al superar el franquismo no se ha afirmado tanto como española sino como constitucional y democrática, y se ha nutrido de valores universalistas que liquidaban, por fin, la secular frustración de una excentricidad respecto a Europa. Poco dada a exaltaciones nacionalistas, el único orgullo de la generación que ha vivido bajo el franquismo un tercio o un cuarto de la normal duración de la vida, ha consistido en ser como sus vecinos. Por haberse afirmado contra una definición esencialista de la nación, la nueva identidad española forjada en la democracia ha permitido abordar con razonables perspectivas de éxito el doble proceso de integración hacia fuera y diversidad hacia dentro. El nacionalismo españolista quedó devaluado en la misma medida en que se afirmó una nueva identidad democrática y europeísta. Por supuesto, esa devaluación tuvo un inmediato efecto en el interior: de un Estado centralista se pasó al reconocimiento de amplias autonomías a las diferentes comunidades; de la unitaria identidad católica se pasó a la diversidad de identidades laicas; de una preocupación metafísica por el ser de España se pasó a una irónica consideración de cualquier identidad nacional.
Pero ese proceso ha suscitado también el auge de nacionalismos que, al buscar una identidad propia no tanto en una Constitución política cuanto en una diferencia de lengua, de cultura y hasta de raza, sitúan como meta de su acción la proclamación de naciones soberanas propias, separadas, agresivas en su relación con el Otro; que pretenden reproducir en sus respectivos territorios la misma política de exclusión identitaria que abominan, con razón, del pasado nacional-franquista español. Y así comenzamos el año, seguros de encontrarnos en Europa, pero sin saber todavía si de puertas adentro la superior calidad de los valores universalistas y democráticos acabará por imponerse frente a los ensueños tantas veces mortíferos de construir naciones soberanas.
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