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Paz colombiana

El próximo 7 de enero, a los cinco meses de la toma de posesión del presidente de Colombia, el conservador Andrés Pastrana, deberán comenzar las conversaciones de paz entre el Gobierno y las FARC, el principal ejército guerrillero del país, que combate al establecimiento desde hace más de 30 años, docenas de miles de muertos, cientos de toneladas de coca exportadas e incontables secuestros.Ésta es la undécima tentativa de negociación de un Gobierno colombiano con una u otra gran fuerza guerrillera, pero jamás las cosas habían llegado tan lejos; nunca un presidente había estrechado la mano amojamada y tenaz del líder de las FARC, Manuel Marulanda, como ya lo ha hecho Pastrana, y parece que volverá a hacerlo el dìa 7; y, sobre todo, nunca el pueblo colombiano había sentido tan de cerca el vértigo de la paz, hasta tal punto que si esta vez no es la vencida, no habrá cupo de Casandras para hacer una apreciación lo bastante catastrófica del futuro del país.

Y la paz es posible, aunque sea tan ardua de pergeñar. Para ello deberían darse tres condiciones. 1. Que medie voluntad de paz por ambas partes. 2. Que la definición de esa paz sea consensuada; es decir, que los negociadores acuerden, sin equívocos, una estructura común de paz. 3. Y que el Establecimiento compre esa paz.

Uno se siente inclinado a creer que se cumple la primera condición. Respecto al deseo de paz y al esfuerzo encorajinado por conseguirla del presidente no cabe duda; como tampoco de que conoce perfectamente lo desorbitado de las pretensiones de la guerrilla, asi como el pésimo momento económico elegido para meterse en pagos.

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Manuel Marulanda, en su carné de identidad, Pedro Antonio Marín, y en la boca de todos, Tirofijo, parece estar también abocado a probar la fórmula de la paz. ¿Pero por qué ahora, si su movimiento cosecha uno tras otro triunfos militares y cada condición que impone, como la desaparición de hasta el último soldado y policía de la zona de negociación, el despeje, se cumple religiosamente?

Esto va de tiempos históricos. Es seguramente verdad que la guerrillla se halla tan hastiada de la guerra como el resto del país. Las FARC es la única fuerza en su género de todo el mundo en la que combaten juntos nietos y abuelos, y al natural cansancio de la lucha ha de contribuir también la evidencia de que por el camino de las armas no puede ir mucho más lejos, como sería tomar Bogotá u otras capitales de provincia, para lo que no está capacitada, ni sabría qué hacer con ello. En esa situación, para transformar en ganancia política su proeza militar tocaría negociar a ver qué saca por poner fin a la contienda y erradicar la droga.

A ello hay que añadir que éste no es ya el tiempo de los marxismos que campan por el monte; que el cuartel de Moncada, al igual que el palacio de invierno, son hoy piezas de museo, y que Washington, engolosinado con el posible fin del negocio de la droga, parece dispuesto a echar toda la carne en el asador hasta negociar incluso con la guerrilla para garantizar los posibles acuerdos, así como sufragar buena parte de los gastos que ello comporte a Bogotá, en el convencimiento siempre de que acabar con la coca es lo mismo que hacer la paz con las FARC, porque sólo la guerrilla puede erradicar el cultivo del que hasta ahora ha vivido en un cierto esplendor forestal.

El consenso sobre el significado de la palabra paz es, sin embargo, más peliagudo.

La guerrilla se siente tan dueña del ámbito negociador que para sentarse a discutir ni siquiera le ha regalado al Gobierno la miserable lismosna de una tregua, y sigue matando y secuestrando, como en el caso de la médica española de una ONG, de la que pùede tener la desfachatez de hasta pedir rescate.

La actitud de las FARC es la de quien posee un supermercado con un artículo único, bien escasísimo, que el comprador anhela, y al que cree que puede ponerle el precio que le dé la gana. Finalmente, como esta guerrilla pretende también tener buena conciencia, entiende que todo lo que haga por la paz será more patriótica, por lo que ningún precio puede resultar nunca demasiado alto.

A ese precio las FARC le llaman la reforma del Estado, que es, quizá, posible detallar como si fuera una factura con iva.

No parece, como se temía, que las exigencias de la guerrilla impliquen una ruptura institucional de Colombia, lo que en cualquier caso ni Pastrana ni la opinión pública nacional permitirían. Si, en cambio, las FARC pueden pedir la formación de circunscripciones electorales en los territorios donde dominan o ejercen una presencia notable, en los que irían al copo de los escaños, en virtud de las armas, que han jurado nunca abandonar a guisa de reaseguro.

Esas autoridades deberían gozar, además, del derecho de nombrar a sus propios jueces de paz y, probablemente también, a una policía de municipio. Aunque esos territorios, incluso en el máximo delirio contable, no pueden albergar más de un 10% de la población colombiana, la guerrilla querría un buen paquete de bancas parlamentarias, como manera de formalizar su participación en el poder.

Esa instalación territorial iría unida a unas pretensiones de financiación muy altas; si han de renunciar al peaje de la coca, así como al resto de sus transacciones y requisas, argumenta la guerrilla, que eso habría que pagarlo.

En la práctica, todo ello significa que el Estado debería sufragar el desarrollo de esas regiones -carreteras, obra social y pública- facilitando el presupuesto correspondiente a las autoridades que, naturalmente, serían de toda confianza de las FARC, para convertir su parte de Colombia en la Nueva Arcadia con la que sueña esta guerrilla que parece un falansterio en forma de división acorazada.

Todas esas garantías y enjuagues es cierto que responden, de otro lado, a un justificado recelo. Cuando hace unos años el M-19 se desarmó para convertirse en partido político, la Unión Patriótica, se inició la caza del revolucionario converso y cayeron 3.000 asesinados por el poder y sus adláteres. Mando y fuerza serían la forma, por lo tanto, con que las FARC harían frente a esa asechanza.

Pero el obstáculo más serio para la paz seguramente lo constituye la eventual aceptación en términos materiales de todas las condiciones anteriores.

El presidente asegura que esa hora ha llegado, que el establecimiento ha comprendido por fin que cualquier guerra es más cara que una paz, aunque haya que comprarla, y que altísimos cacaos -como en Colombia se conoce a a los barones de la economía- le han hecho saber su mejor disposición a ceder un porcentaje de sus utilidades durante un número de años para acabar con la guerra, aunque jamás se le haya oído a Pastrana deletrear sus nombres.

El alto comisionado para la paz, Víctor G. Ricardo, decía hace unos días a un grupo de periodistas extranjeros que la paz significaba acabar con una situación en la que los pobres no podían comer, la clase media no podía vivir, y los ricos no podían dormir. Pero la clase pudiente del país más bien ha mostrado hasta la fecha una gran capacidad para conciliar el sueño, aunque sea teniendo que poner casa en Miami.

Esta guerra miserable, abrupta, inconquistable por un Ejército sin entrenamiento ni suficiente subordinación democrática, pese a que el ministro de Defensa, Lloreda, y el comandante en jefe, Tapias, son convincentes cuando aseguran que ya están empezando a cambiar las cosas, no afecta realmente más que a una parte de los colombianos. A los que ni viven, ni comen a causa del desplazamiento forzado de poblaciones, hacinamiento en ciudades que ya estaban mal preparadas sin necesidad de nuevas migraciones, y al campesino en general, que, si vive en zona de combates está sometido a la guerrilla o a su presunto antídoto, los paramilitares que ha levantado ese mismo establecimiento, y, si no, carece de inversión social del Estado para vivir con alguna dignidad.

Destacados violentólogos colombianos sostienen que la hora de la verdad llegará cuando a esa paz se le ponga un precio que hayan de pagar muy directamente las grandes fortunas de este país, pese a todo grande; y que un día las FARC pueden pedir en la síntesis general de la paz que se le entreguen fajos de acciones de las principales compañías de Colombia, públicas y privadas. Y eso no son utilidades, sino patrimonio.

El profesor Gutiérrez Sanín ha escrito que en su país sólo se puede ser rico o peligroso. Las flagrantes desigualdades sociales han sido un factor, entre otros, si no tanto de la aparición de la guerrilla, sí de su sostenimiento histórico, así como que han contribuido a crear una cotidianidad de la violencia en la que, efectivamente, sólo cuentan en Colombia los que son una cosa u otra; o en bastantes casos, una y otra.

Y a pesar de todo la paz es posible, no ya para el año que viene, probablemente tampoco para el 2000, como declaraba a EL PAÍS el presidente Pastrana el pasado noviembre; sobre todo si llamamos paz a una realidad que vaya más allá de la firma de un papel; una paz que llevará muchos años en instalarse realmente en el país.

Pero Colombia tiene en medio del horror más de un mérito; existe como nación., con ventaja en este caso sobre otros países próximos, en los que la integración nacional parece mucho más discutible. Tanto la clase media atribulada como la pobreza galopante se sienten igualmente colombianas, unidas en y un orgullo por el idioma común que debería resultar entrañable a los españoles. Colombia no está condenada a ser un moridero. El próximo día 7 deberá comenzar, por ello, un camino de liberación que hoy llamamos proceso de paz.

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