Furor de los cajeros
El suceso tuvo lugar a principios de esta semana. El que escribe salió a la calle en busca de un cajero automático. No era consciente entonces de que la sombra de la Navidad había anegado la ciudad y que todo se había convertido en un alud frenético de operaciones comerciales, transferencias, cargos bancarios, reiteradas demandas de fondos en metálico. El primer cajero que encontró estaba estropeado. El segundo, en una sucursal próxima, ya había agotado sus fondos. Todo parecía casi normal, pero el que escribe, en busca de mayor seguridad, se dirigió a la central de la entidad de ahorro, en cuyo vestíbulo siempre se encuentra disponible una larga hilera de cajeros. La cola de sufridos ciudadanos se prolongaba hasta la calle. Todos aguardaban su turno, en perfecto orden ciudadano. Allí la paciencia era ley, un remanso de paz, más allá del trasiego indiscriminado de regalos, de la excitación consumista que recorría el exterior. Todos comprendían que, antes de seguir adquiriendo cosas, eran necesario comparecer ante el cajero y solicitar la provisión de nuevos fondos. De pronto cundió el nerviosismo en la central. "Esto no funciona", anunció un privilegiado que tecleaba sin cesar ante alguna de las máquinas. Inmediatamente otros cajeros dejaron de funcionar. Las pantallas aludían a labores de control, pero se trataba sin duda de una burda engañifa: los cajeros, sencillamente, estaban exhaustos. El desconcierto creció ante la sucesión de máquinas inutilizadas y la escasez de aquellas otras que aún proporcionaban dinero. Nada importaba que éstas últimas ya no expidieran justificantes. Las personas se precipitaban a las máquinas. La civilizada jerarquía de la cola se deshizo. Cundió el pánico: no había modo de conseguir la pasta. Y eran tantos los regalos que aún había que comprar. El que escribe salió de la central con los bolsillos vacíos. En la calle casi se cortaba la ansiedad. Durante horas, los cajeros de la ciudad habían trabajado a destajo. Las conexiones eléctricas comenzaban a echar humo. La compleja red informática amenazaba con romperse. Era el naufragio cósmico de todo nuestro sistema crediticio, la imposibilidad de consumar el enorme orgasmo colectivo, esa especie de polvo planetario consistente en fatigar la maquinaria financiera en busca de billetes. Durante algunas horas (el que escribe no cuenta con más información que su propia experiencia) los cajeros de cierta entidad de ahorro, ennoblecida en su permanente esfuerzo por servir a los clientes, estuvieron colapsados. El que escribe visitó nuevas sucursales. Tecleó, ya sin ninguna fe, en innumerables cajeros. No se resignaba a la claudicación general de la eficaz maquinaria. En todos los lugares las masas exigían su porcentaje de remanente navideño. Y las pagas extras se consumían a velocidad vertiginosa. Se trataba de una frenética carrera. Durante esta semana las tarjetas de crédito han trabajado duramente. Han intentado (inútilmente) satisfacer nuestra demanda. Pero hubo momentos en que los cajeros dijeron basta y se mascaba la catástrofe. La situación, sin duda, pudo enmendarse, pues al día siguiente el que escribe obtuvo sus billetes sin problema. Y ciertamente fue posible en muchos otros puntos de la ciudad, ya que no se produjeron suicidios, ni cuadros depresivos, ni asesinatos en serie ante los cajeros automáticos. El gran orgasmo dinerario se consumó, con su oceánica eyaculación de pasta gansa, reconducida inmediatamente a los grandes almacenes o a los pequeños comercios, a las tiendas de ropa o a las perfumerías. Al fin, el jueves por la noche, la multitud, exhausta, dio descanso a sus tarjetas. Y en las cenas navideñas todos nos deseamos paz y felicidad.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.