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Gràcies per tot, Vicent

Comenzaba la década de los 60 cuando, profesionalmente desarmado y despistado, fui acogido por Vicent Ventura, el periodista imponente, cordial y mostachudo, como le evoco en mi recuerdo. De su mano accedí, entonces, a la redacción del semanario Valencia-fruits y al Partit Socialista Valencià, a su ámbito familiar y de amistades, así como al de sus incesantes iniciativas cívicas e inquietudes. Han sido muchos años de brega compartida, de encuentros y desencuentros tejidos sobre el cañamazo de la lealtad. Hace tan sólo unos días, y mientras parloteábamos sobre naderías y distraíamos el incordio de sus alifafes, me sobrecogía por lo mucho que le quería y debía. En los papeles, acaso en alguna enciclopedia, ha de figurar la reseña biográfica del personaje, cuya convulsa memoria, por cierto, nunca ha sido propicia a fijar fechas y episodios que, por incumbirle, siempre han tenido carácter aluvial. Su vida, como su personalidad, sugieren antes la torrentera que el tránsito apacible del caudal, por más ancho y denso que ha sido. En todo caso, no importa tanto ahora la rememoración puntual de unas u otras vicisitudes como los rasgos fundamentales de este ciudadano entrañable. Y el más sobresaliente de todos ellos es, a mi juicio, su imperativo ético. Por ética se comprometió con la vida pública y se proyectó en sus dos flancos de más alto riesgo: la política y el periodismo. En tanto que político padeció el exilio, las persecuciones y, sobre todo, la incomprensión, incluso la más lacerante de todas, la de los suyos. Ventura me reprocharía esta alusión, pero esa discrepancia sería tan sólo una más de las que nos han unido, y en esta hora no me da la gana soslayarla: los socialistas lo han tratado injustamente y se han arrepentido demasiado tarde. También es verdad que, en tanto que político, colmó sobradamente su hoja de servicios: se lo reconocen CC OO, el PSPV, los nacionalistas y las fuerzas democráticas de la transición, por no subrayar el valor que en todo momento ha tenido como referente democrático. Pero su vocación indudable fue la periodística. Ventura ha sido, por encima de todo, un periodista, aunque asimismo víctima del sino que hiere a los indóciles y rigurosos. Acreditó tribunas y secciones, nos aleccionó sobre la Europa Unida emergente, auspició la modesta prensa alternativa que parimos en este País Valenciano y fue, a su modo, y probablemente sin otra alternativa, un guerrillero de la pluma. Lo grave es que, ganada la paz, no encontró acomodo en ninguno de los frentes. La robustez de sus convicciones se compadecía mal con las sutilidades de la transición y con las claudicaciones que sobrevinieron. El triste corolario es que, so pretexto de salvaguardar las libertades vetando opiniones desahogadas, se nos privó de un talento ahormado en la lucha por ellas. Fue una estupidez con nombres, pelos y señales que me deprime todavía como me encanalla. Ética y vocación, decía, que no se comprenderían cabalmente sin referirnos a la pasión de su vida, el País Valenciano. No emigró cuando le ofrecieron destinos lisonjeros -que los tuvo- ni se abatió cuando la lucidez le señaló la utopía de su ensueño. Se sentía geológicamente parte de su paisaje y paisanaje, sobre el que tanto escribió. Sólo lo ha dejado en el instante inevitable y, probablemente, como su gran amigo Joan Fuster, sin sorpresa, sin ganas y con un profundo y manso dolor. Gràcies per tot, Vicent.

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