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¿Superpotencia o manicomio?

La historia es una pesadilla de la que intento despertarme, dijo James Joyce. No puedo ver la televisión, ni hablar con mis compañeros y vecinos, ni leer los periódicos, sin pensar que estoy en medio de un pésimo sueño. La televisión ofrece en pantalla partida imágenes del bombardeo de Bagdad, el pálido rostro de un presidente claramente preocupado, las voces de enfado de sus enemigos en el Congreso... y el anticlímax, no suficientemente tranquilizador, de entrevistas con ciudadanos mientras se dedican al verdadero asunto de la nación nación: comprar.Los teléfonos del Capitolio están colapsados por las llamadas de electores convencidos que exigen que los congresistas cumplan la promesa de citar al presidente ante el Senado. La furia de la minoría comprometida contrasta con la aparente tranquilidad de la mayoría. Tienen opiniones, pero perciben el ataque contra Irak y la crisis presidencial como algo tangencial en sus vidas, o como espectáculos que pronto serán sustituidos en el siguiente programa.

Las sesiones del Congreso sobre el proceso de destitución mostraron que la perpetua guerra cultural de la nación continúa. Los enemigos de Clinton son hombres, blancos, de pequeñas ciudades del sur y el oeste medio, casi todos protestantes. Sus defensores son los negros, los católicos, los judíos, las mujeres de las grandes ciudades de California y la Costa Este, junto con sus abogados de élite. No nos enteramos de nada que no supiéramos desde hace meses, y las opiniones no han cambiado. El 60% piensa que Clinton debería continuar en su puesto, y un tercio, que tiene que ser destituido. Por un momento pareció que el escándalo iba a terminar debido al aburrimiento e irritación de la gente, y por la modesta victoria de los demócratas en las elecciones de noviembre. Ahora parece tener vida propia, independiente de los criterios normales de decencia o sentido común.

En medio de la crisis, el presidente ha reavivado la guerra contra Irak. No hay nada en la Constitución de Estados Unidos que legitime el ataque a una nación extranjera sin una declaración de guerra por parte del Congreso. No hay ningún tipo de justificación para el ataque en la Carta de Naciones Unidas o en las resoluciones de dicho organismo. Al parecer, Estados Unidos planeó, junto con los inspectores, burlar la autoridad de la ONU. Un presidente estadounidense que se enfrenta a su destitución puede todavía sembrar, desde Washington,el terror y la devastación en medio mundo. Un siglo de lucha por la hegemonía mundial ha deformado nuestra democracia. La guerra fría aún pervive en una política exterior incoherente y violenta.

Los enemigos del presidente mantienen que eligió este momento para lanzar el ataque contra Irak con el fin de retrasar o detener el proceso de destitución. Sólo cuatro de los 435 miembros del Congreso han planteado una cuestión mucho más importante. ¿Qué tipo de política exterior hace que nuestra nación sea rehén de un imperialismo moral y político que no conoce fronteras? El comportamiento de Irak no es apreciablemente peor que el de algunos países estrechamente ligados a Estados Unidos, y no hace tanto tiempo fue nuestro aliado contra Irán. No podemos hacer nada excepto provocar la destrucción casi indiscriminada del país. Nuestra relación con Irak, como la que se mantiene con Cuba, rehúye las categorías habituales de la política y se ha convertido en una obsesión. Destruirá pronto lo que se supone que debería reforzar, los vínculos de EE UU con los Estados árabes y musulmanes. Entretanto, Clinton (y Blair, que aparente y absurdamente cree que hace el papel de Churchill ante Roosevelt) echan leña a un fuego potencialmente fatal. China y Rusia se distanciaron durante la guerra fría. La exigencia de EE UU de ser reconocido como la única superpotencia les anima a unirse. Rusia está postrada, China sigue económicamente subdesarrollada. Ninguna de las dos situaciones durará indefinidamente y es insensato actuar como si ese futuro no fuera a llegar nunca. No existe planificación ni reflexión en la política exterior estadounidense. La sórdida cuestión de los motivos del presidente no tiene nada que ver. Es prisionero de un aparato al que le resulta más fácil hacer la guerra que la paz. No hay debate nacional sobre el papel de EE UU en el mundo. Aunque tampoco lo hay sobre los contornos de la sociedad estadounidense. Estas carencias gemelas tienen un denominador común, la despolitización generalizada de una nación que, sorprendentemente, todavía se considera un modelo de democracia.

El abandono mitad forzoso mitad voluntario de la res publica por parte de los ciudadanos estadounidenses se debe en cierta medida al darwinismo social de la lucha diaria por la existencia, con su enorme desgaste de energía humana. El mito estadounidense de la nación como un nuevo paraíso, libre de los pecados del irredimido Viejo Mundo, desempeña su papel: poner en entredicho esa perfección es arriesgarse a la expulsión. La destrucción de las alternativas políticas es también una consecuencia de la mala educación sistemática propagada por los medios de comunicación. El frenético mosaico de imágenes que nos avasallan últimamente denota el nacimiento de una nueva formación histórica: el Estado nacional del espectáculo. Las fronteras entre el conocimiento y la ignorancia, las ideas serias y la ficción ridícula se han desvanecido. Los ayudantes legales del fiscal especial Starr no son excesivamente inteligentes, pero se ha cuidado de contratar a un secretario de prensa con talento.

Entretanto, Livingston, el republicano redomadamente anodino que está a punto de ser elegido portavoz de la Cámara de Representantes, acusa a la Casa Blanca como responsable de la información difundida sobre sus indiscreciones personales. Cuesta imaginar un asunto menos interesante que la vida privada del honorable señor Livingston, pero sus sospechas son comprensibles. La Casa Blanca está encantada de que se haya recordado a la nación que, en lo que respecta a estos temas, el presidente no es un caso único. Sin embargo, la información fue difundida por el editor de una publicación llamada Hustler. El editor, Larry Flynt, abraza el libertinaje con una pasión sólo igualada por el feroz puritanismo del fiscal Starr y sus partidarios cristiano-fundamentalistas. Flynt ofreció un millón de dólares por la relatos confirmados acerca de la quiebra de los "valores familiares" por parte de miembros del Congreso. Sin embargo, nadie ha ofrecido un millón de dólares a los periodistas y estudiosos que se dedican con asiduidad a buscar los detalles de un escándalo bastante diferente: la compra del apoyo del Congreso por parte de empresas y grupos de presión con dinero que gastar y mucho que perder. Ante esto, la opinión pública se muestra, si no indiferente, sí resignada.

La política estadounidense se parece a una película de Luis Buñuel y Bertold Brecht, con asesoramiento técnico de Woody Allen. Cuando los espectadores salgan por fin a la luz del día, se encontrarán con la historia esperándoles en la calle, con algunas sorpresas extremadamente desagradables.

Norman Birnbaum es catedrático en el Centro de Derecho de la Universidad de Georgetown.

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