La libre determinación de los ciudadanos de Euskadi
El Ejecutivo nacionalista monocolor que gobernará Euskadi en minoría y en precario inaugura la segunda fase del guión que se escribió en Lizarra y que protagonizaron, a partes iguales, ETA, con una tregua indefinida, y HB, que sedujo al PNV con la promesa de que éste capitalizaría esa tregua. La tercera y última fase está escrito que sea un implícito o latente proceso de independencia, más conocida por los eufemismos de: "soberanía" (concepto del derecho internacional clásico, ya superado por la globalización), "territorialidad" (que, al involucrar a Francia, ataca el principio de intangibilidad de las fronteras) y "autodeterminación" (que se equipara artificial y erróneamente a referéndum para la secesión de Euskadi), o lo que Lizarra llama "espacio de decisión vasco".Éstos son los encuentros en la tercera fase que creyó poder dirigir el PNV, pero que sólo puede realmente hacerlo HB-EH, porque ésa es su lógica. Así se constató en unas elecciones que perdieron PNV y EA (con el adosado exótico de IU), se constata ahora en un Gobierno en manos de HB, y se constatará tras el 13 de junio en una Asamblea de municipios que pretende segar la hierba bajo los pies al propio Gobierno de Euskadi.
Todo arranca de un análisis equivocado del sector mayoritario del PNV sobre el sentido de esos encuentros en la tercera fase. Empezando por no querer ver que la tregua lo es de una organización terrorista terminal que, en vez de rendirse al Estado, prefirió rendirse en plena campaña a los firmantes de Lizarra, obteniendo una Declaración que le salvase la cara ante su fracaso histórico y resucitara a HB-EH. No se quiso ver que, en realidad, a ETA la había derrotado la Constitución. Por eso sonó tan obsceno que la enseñanza que Arzalluz sacase de todo esto fuera que "los vascos no caben en la Constitución". Aunque tiene su explicación. Lo que Arzalluz quiere decir es que, a pesar del fin del terrorismo, la confrontación natural entre conservadores y progresistas tiene que esperar una vez más en Euskadi; prefiere la confrontación de confusos bloques esencialistas, el terreno preferido de todo nacionalismo, que situaría en la otra orilla al bloque español. Es un invento antiguo. El viejo nacionalismo españolista y el primitivismo aranista se han alimentado mutuamente.
La polarización maniquea se quiere construir desde una orilla, como hemos visto, sobre dos elementos: un frente político (Pacto de Lizarra) y un frente ideológico (la manipulación del derecho de autodeterminación). Todo ello acompañado de una leve presencia, a lo lejos, de ETA, que triunfaría, como el Cid, después de muerta. Pues bien, esos dos componentes de la estrategia son inservibles para un proyecto de Euskadi que se quiera basar en la integración social y política que dice querer el nacionalismo no radical.
El Foro de Lizarra es inasumible por quienes quedaron fuera. Lleva en su seno la presión determinante de quien no ha condenado ni la violencia de ETA ni la cotidiana de Jarrai (HB), cuestiona la legitimidad originaria de la Constitución y quiere resolver la relación con el Estado español (y con Europa) sin contar con los ciudadanos de ese Estado.
En cuanto al derecho de autodeterminación de Euskadi, que prefiero llamar libre determinación de los ciudadanos -cuestión clave a partir de ahora-, el nacionalismo ha lanzado por delante el concepto, sin que el PNV aclarase nunca qué quiere decir exactamente con ello: si la independencia mediante referéndum, o sólo introducir el reconocimiento abstracto de la autodeterminación para el País Vasco, lo que, por cierto, no se quiso hacer en las Cortes Constituyentes, ya que, en palabras de Marcos Vizcaya, "las vías del Partido Nacionalista Vasco para conseguir las mayores cotas de libertad para nuestro pueblo van por otro camino" (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, número 91, 16 de junio de 1978, página 3430).
El derecho de autodeterminación está premeditadamente metido en la niebla y no se lo merece. La libre determinación es, junto a la libertad de expresión y las elecciones libres, la raíz sobre la cual se ha formado la democracia. Es el derecho de los ciudadanos de un pueblo organizado en un territorio a perseguir su desarrollo social y cultural, y a determinar su destino colectivo en forma democrática. Sin embargo, sobre aquélla pesa un notable equívoco porque se ha utilizado como arma política. Así, en el conflicto irlandés, que ha fascinado al nacionalismo vasco, vemos que quien ha estado siempre apelando al derecho a la autodeterminación (del Ulster) ha sido el Gobierno británico (!), para evitar que los protestantes -que son mayoría- sufrieran una integración forzada en la República de Irlanda.
La libre determinación, en un mundo donde hay más de 8.000 poblaciones hablando lenguas distintas, no equivale a derecho de secesión. La libre determinación es cosa de los ciudadanos; la secesión es cosa de los Estados. Ningún Estado democrático reconoce el derecho de secesión porque presume la voluntad de sus ciudadanos de formar parte de él, presunción que sólo se rompe si hay una propuesta firme, amplia y consensuada, de independencia. El derecho a la secesión se le reconoce a los colectivos sojuzgados, reprimidos, a quienes se les discrimina fuertemente, a quienes se les niegan los derechos y libertades más elementales. Por ejemplo, a Kosovo. Sólo así se admite una excepción al principio de intangibilidad de fronteras, tan querido por el derecho internacional.
En el final del siglo XX, cuando la soberanía se debilita, el principio de libre determinación ha evolucionado. Como dice Thomas M. Franck, ha dejado de ser un principio de exclusión (independencia) para convertirse en uno de inclusión: el derecho a participar, libre y abiertamente, desde la propia identidad, en el proceso democrático, en un continuo camino de autogobierno.
Por eso es radicalmente falso que los ciudadanos y ciudadanas vascos no tengan derecho de autodeterminación. Lo han poseído desde que tenemos una Constitución que garantiza las libertades, los derechos humanos y la democracia -que para ETA significó algo muy parecido al franquismo-. La libre determinación es posible -a veces imprescindible- en compañía, como la libertad personal es posible compartiendo un hogar. Y si un día -que nadie ve cercano- uno o varios partidos propusieran seriamente al pueblo vasco independizarse a plazo fijo, previa una posición clara, explicándole valientemente lo que eso implicaría política, económica y socialmente, habría que examinar la cuestión sin dramatismo, y, si obtuviese un gran consenso, habría que negociar ese camino, con reforma de la Constitución incluida.
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Pero hoy y ahora esa propuesta no existe, a pesar de que nada se opone a que se haga: ni siquiera el nuevo Código Penal de 1995 penaliza una hipotética declaración pacífica de independencia como delito de rebelión. Es sencillo entenderlo. Ningún partido se atreve a promover lo que los ciudadanos no desean. Los pueblos quieren influir en otros ámbitos más allá de sus fronteras. Los vascos -con una renta superior a la media- quieren influir en España, de hecho lo hacen -y cómo-, y en Europa. Eso no sería posible en soledad.
Es, por tanto, un absurdo que se plantee la constitucionalización del referéndum para la independencia, que, como espada de Damocles, preparara (para por si acaso) una ruptura que casi nadie dice querer, ni propone. Preparar la independencia -aunque nunca se ejerciera- introduciría un factor enorme de desconfianza y deslealtad entre pueblos que, hasta que no se demuestre lo contrario, quieren compartir y crecer juntos. Y no se puede vivir con el desasosiego de no saber cuándo el compañero va a decidir romper la convivencia, tras amenazar con ello cotidianamente. Cualquier Estado es una apuesta de futuro que exige una confianza de base.
Esto no es óbice para inaugurar una etapa de profunda reflexión y debate sobre el Estado. Pero un debate para convivir, no para divorciarse. Para autodeterminarse, no para segregarse. Sin el terrorismo será más fácil un diálogo libre, para hacer más cómoda la relación de los pueblos hispánicos y suficientemente reconocidos sus hechos diferenciales, con su gran complejidad de identidades nacionales, pero en donde los conflictos no son antagónicos ni, por tanto, creadores de una xenofobia artificialmente alentada.
El atávico nacionalismo español autoritario fue enterrado por el Estado autonómico. España (y Euskadi) es hoy una realidad plurinacional -consagrada y garantizada constitucionalmente- donde predomina una más moderna y compleja identidad dual vasca y española a la vez. Por eso no tiene sentido crear ni frentes vascos, ni frentes españolistas del tipo de una alianza entre PP y PSOE, que no se corresponden con lo que es la sociedad vasca, que no está polarizada ni dividida en dos comunidades, como lo prueba esa doble resistencia expresada elección tras elección de la que habla lúcidamente Joseba Arregui: la resistencia a la españolización y la resistencia a la euskaldunización, hegemónicas.
Por último, pero no menos importante: ETA y la violencia organizada, que aún continúa, han envilecido durante decenios las relaciones sociales en Euskadi y han convertido el supuesto contencioso con el Estado español en una provocación a la fractura en el interior del propio cuerpo social vasco. El espectro de ETA, sus códigos, sus referentes, su enfermizo autismo, su neurosis sobre el eterno "conflicto" nacional, tienen que desvanecerse. Es la condición para recomponer el tejido de un país que quiere respirar; para construir el nuevo proyecto de Euskadi que nace del fin del terror.
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