El último deber
Termina este año y espero que, con él, terminen las conmemoraciones de hechos, personas y cosas que todos hemos contribuido a destrozar, en la medida de nuestras posibilidades: como a Lorca, como el 98 y todo su abanico de sugerencias de literatura, historia, biografía: y hagiografía. Tengo la esperanza de que el tema del 98 se haya agotado y que escape ya de las temibles subvenciones y programaciones del Estado o las comunidades: no me quejo de ellas, puesto que en las dolencias de la gente del teatro algo ayudan a sobrevivir: aunque temo que, como en todo, el dinero vaya a los ricos y la pobreza se quede en los de siempre.Ernesto Caballero es un primer talento nacional en dramaturgia, dirección y escritura, y tiene por lo tanto mucho ganado para volver a la unidad de funciones en la literatura dramática, tan maltrecha por la continua división de funciones. Ha hecho también sus deberes, y algo escapa a la pauta del colegio. Hace muchas veces una revistilla de las de la época, aunque la música compuesta para la obra no sobrepase el remedo; un teatro alegórico, si bien hay ciertos harapos en las alegorías -la Dama de Elche, el Alma de España- que se ridiculizan como es bastante lógico, aunque se salve la última: la doncella que representa la III República, entre las palabras finales de que la Historia continúa; después de haber visto un teatrillo de títeres con los últimos -por ahora, claro- reyes de España, desde doña María Cristina hasta don Juan Carlos.
¡Santiago (de Cuba) y cierra España!
Autor: Ernesto Caballero. Música original: Fernando González. Documentación: Jorge Saura. Intérpretes: Josep Albert, Raúl Calderón, Ruth Díaz, Fernando González, Natalia Hernández, Alberto Jiménez, Carmen Machi, Carles Moreu, Roberto Mori, Lydia Otón, Lucía Quintana, Rosa Savoini, Javier Pezzi, Pepe Milán. Vestuario: Rosa García. Iluminación: Juan Gómez-Cornejo. Escenografía: Mónica Quintana. Dirección: Ernesto Caballero. Teatro de La Abadía. Madrid.
Hay también personajes de aquella época, algunos literarios -como Juanito Ventolera, el repatriado criminal que se inventó, o reprodujo, Valle-Inclán-. Apoyados los 108 minutos de representación en hechos reales, evocados con intención crítica, introduce también su anécdota teatral, narrativa, que no está despegada de la situación general.
Quizá todo esto sea poco. Como si se quedara a medio camino. Un extremo del camino conocido en esta historia del 98 está en los esperpentos y las novelas -el Ruedo ibérico- de Valle-Inclán: este autor se queda más acá, entre la protesta y la subvención. Nos tiene todo el tiempo al borde de que algo se va a decir, algo va a pasar: ni se dice, ni pasa. No rompe la facilidad.
Sin embargo, el público del estreno apareció muy adherido; quizá porque, efectivamente, entre los deberes del año el de Caballero se distingue por su intención crítica, y porque los alumnos de la escuela del Teatro de la Abadía cumplen muy bien sus papeles. La dirección es rápida, viva: las imágenes, aceptables.
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